domingo, 19 de noviembre de 2006

JRenato Buezo


¿De política? No, de eso no sé nada

Cuento ganador del primer lugar del Concurso de Cuento Fundación Myrna Mack 2006

I

Dos minutos antes de la maniobra, como un presagio, un espanto repentino asomó mirando desde adentro de sus ojos trasnochados. Tomó conciencia.

—Sin miedo, Ocaña, es sólo un simulacro de rutina —le iba diciendo el capitán mientras lo conducía del brazo helado —.

A su compañero ya le tenían de espaldas al paredón.

II

La noche anterior, detrás del edificio donde estaban las regaderas, dos reclutas fumaban tabaco oscuro en el jardín de begonias y rosas abandonadas. Ocaña sacudió el agua de su cuerpo con la mano del anillo marital, luego usó la toalla. Inclinó la mirada al ventanal en la parte superior: los reclutas ya no hablaban, respiró lento y profundo. Un hilo de humo asomó a sus fosas dilatadas como una ironía imperceptible. Dos gotas, una tras de la otra, llegaron persiguiéndose hasta estrellarse en sus facciones contraídas: «La primera —pensó —, anuncia la llegada y el daño de la segunda.» Envuelto en la pieza blanca fue por un cigarrillo, caminó descalzo hasta el corredor que formaban la fila de setos con la pared del edificio. Volvió a pensar: «La primera anuncia todo eso, pero no se da cuenta que hace tanto daño como la otra.» Estuvo por dar la vuelta, cuando los oyó murmurar. Detuvo la marcha. Giró sobre los talones, a punto estuvo de dar un taconazo. Retrocedió hasta la pared. Pegado dejó que el frío se regara desde el muro a toda la espalda. Los reclutas volvieron a decir algo, no escuchó con claridad. Inclinó el torso, «son varios», dijo el que miraba a las begonias. Él supo que los habían descubierto.

III

—A mí me trajeron a la fuerza, yo no quería venir aquí. Y a donde usted nos quiere enviar el día de descanso, allí vive gente que conozco desde toda la vida.

—Silencio, Ocaña —le interrumpió el capitán —.

Pensaba en el miedo, en que después de todo aquello una ansiedad fóbica le impediría ver de frente el rostro de cualquiera. Ya no entendería el silencio largo que deja la lluvia, buscaría el espacio oscuro de las camas cuando los truenos anunciaran aguaceros.

—Simulacro, ¿de qué tipo?

—Tranquilo, Ocaña —le advirtió el capitán. Seguido de un largo silencio volvió a repetir:—Tranquilo —dijo y se detuvo.

Las palabras se le quedaron clavadas en la expresión del rostro, en las cicatrices toscas de sus manos. Luego, de súbito, continuó:

—De fusilamiento.

—¿De fusilamiento?

—Usted no se altere, todo está en regla.

IV

Uno de los sargentos le entregó un máuser que recibió mecánicamente con el mismo movimiento reglamentario de siempre. Se cuadró mientras a su compañero de cuadra lo colocaban en la línea pintada con cal frente al paredón. Entre las dos manos sintió que le temblaba el arma. «Pasar por las armas, así lo llaman», pensó con la mirada puesta en la mirada triste de su amigo. «Es un simulacro», movió los labios en silencio, como para que el otro entendiera, luego le entregaron una bala.

—Cárguelo —le ordenó el capitán —.

En ese momento fijó la mirada en el máuser, era un arma burda. La bala no entró en la recámara.

—No le hace —dijo —.

El capitán mandó al sargento que le había entregado la bala, cargara el máuser.

En el movimiento, Ocaña, perdió la secuencia de los pasos. El sargento había puesto en la recámara un fulminante, luego le entregó el arma. Ocaña reaccionó al recibir el máuser con un movimiento parecido al primero.

En voz alta ordenó el capitán:

—Posición. Apunte.

Ocaña hizo lo necesario para disparar desde el hombro. «Estoy mecanizado —pensó —, yo nunca quise estar aquí. Ahora soy otro igual.» Su compañero bajó la mirada, en el rostro algo delataba la turbidez que ya tenía invadida su alma, una mezcla de sudor frío y lágrimas se mezcló cerca de su boca, Ocaña no pudo verlo.

—Yo ni sé que es la política — dijo en voz baja, como un consuelo —, si quise hacer algo fue por mi familia.

—Hable fuerte, Ocaña.

—Digo que no sé por qué nos hace esto.

—Es un pinche simulacro, Ocaña. Aquí nadie se muere si yo no lo ordeno.

V

Ocaña consideró una descarga fuerte cerca del pecho, la locura de verse más allá del día de descanso como el asesino de su compañero, y el que cobardemente atacaría a su familia desarmada, lo fue llevando hasta aquel estado hipnótico donde desde afuera sintió llegar la locura de una fusilería.

—Fuego —gritó el capitán —.

La explosión del arma lo desconcertó y en sus oídos el máuser reía a carcajadas. Enceguecido fijó la mirada en la mancha amarilla que ahora era su compañero. Poco a poco fue disipándose aquella luz que al fondo temblaba de pie. El capitán doblado de la risa mandó cargar de nuevo el arma. Esta vez Ocaña vio entre los dedos del sargento el reflejo del cascabillo contrastando con la protuberancia opaca del plomo en la ojiva. El sargento le arrebató el arma que aún estaba caliente, la cubrió con la misma técnica y la cargó. Ocaña la recibió con el mismo orden y exactitud en los movimientos.

—Monte esa mierda, Ocaña —aún le brotaba la risa a carcajadas —. Apunte.

—Esta vez no, mi capitán. Ya se acabó el simulacro.

El temple de su voz erizó la espalda peluda del hombre que encabezaba la tropa.

—Las ordenes aquí las da su capitán. Apunte.

Ocaña fue subiendo lento, como si le pesara el máuser, como si ya llevara dentro la muerte de su amigo. Apuntando desde el hombro abrió un poco más las piernas.

—La última, Ocaña, y nos vamos. Dispare de una buena vez... Que dispare, qué chingados, Ocaña.

—Ya no, mi capitán.

El capitán giró la cabeza paralela a un circulo imaginario a dos palmos de su frente. El manto oscuro de la impaciencia comenzaba por cubrir su alegría.

—Ocaña, al paredón —ordenó —.

El sargento no pudo moverse, sintió que aquella disputa era entre esos dos hombres donde se sintió atrapado. Retrocedió dos pasos esperando una orden, pero el capitán no habló. Ocaña permanecía con temple en la misma posición.

—Voy a disparar —dijo —.

—Así me gusta —celebró el capitán, levantando las manos y la mirada hacía el cielo.

Luego dejó que el tirador se acomodara, no quiso distraerlo, la orden de matar a cualquiera para después incriminar a Ocaña, estaba por cumplirse. Las rodillas blancas de su compañero habían desbaratado la rectitud de la línea encalada: las dos veces le dejaron caer una cubeta rebosante con agua de pozo, las dos veces se levantó llorando. Ocaña lo vio al fondo dentro de un charco oscuro, y creyó que el hombre se había orinado. La rabia le fue subiendo al pecho, se le fue a enquistar en las manos, en toda la largura de los dedos ardorosos de cólera. Sobre su cintura el conjunto de tronco y máuser giró repentino y exacto. El capitán vio salir un trueno largo desde adentro de aquellos ojos trasnochados.

VI

—Es el loquito ese, el de la celda 18 —dijo uno señalándolo con el dedo incompleto —.

—¿El de la 18?

—Sí, mañana se lo vuelan. Crimen político, dicen.

—Ah... ¿es de los rebeldes?

—Ajá, fue él quien mató a mi capitán Gutiérrez de un tiro justito aquí, entre los dos ojos.

2 comentarios:

Ricardo Hernández Pereira dijo...

de los blogs, este es mi favorito

Andrea Grimaldi dijo...

Me fascinan la analogía entre las gotas y las balas. Genial, simplemente.

Saludos cordialísimos :)

Andrea.