domingo, 19 de noviembre de 2006

JRenato Buezo


¿De política? No, de eso no sé nada

Cuento ganador del primer lugar del Concurso de Cuento Fundación Myrna Mack 2006

I

Dos minutos antes de la maniobra, como un presagio, un espanto repentino asomó mirando desde adentro de sus ojos trasnochados. Tomó conciencia.

—Sin miedo, Ocaña, es sólo un simulacro de rutina —le iba diciendo el capitán mientras lo conducía del brazo helado —.

A su compañero ya le tenían de espaldas al paredón.

II

La noche anterior, detrás del edificio donde estaban las regaderas, dos reclutas fumaban tabaco oscuro en el jardín de begonias y rosas abandonadas. Ocaña sacudió el agua de su cuerpo con la mano del anillo marital, luego usó la toalla. Inclinó la mirada al ventanal en la parte superior: los reclutas ya no hablaban, respiró lento y profundo. Un hilo de humo asomó a sus fosas dilatadas como una ironía imperceptible. Dos gotas, una tras de la otra, llegaron persiguiéndose hasta estrellarse en sus facciones contraídas: «La primera —pensó —, anuncia la llegada y el daño de la segunda.» Envuelto en la pieza blanca fue por un cigarrillo, caminó descalzo hasta el corredor que formaban la fila de setos con la pared del edificio. Volvió a pensar: «La primera anuncia todo eso, pero no se da cuenta que hace tanto daño como la otra.» Estuvo por dar la vuelta, cuando los oyó murmurar. Detuvo la marcha. Giró sobre los talones, a punto estuvo de dar un taconazo. Retrocedió hasta la pared. Pegado dejó que el frío se regara desde el muro a toda la espalda. Los reclutas volvieron a decir algo, no escuchó con claridad. Inclinó el torso, «son varios», dijo el que miraba a las begonias. Él supo que los habían descubierto.

III

—A mí me trajeron a la fuerza, yo no quería venir aquí. Y a donde usted nos quiere enviar el día de descanso, allí vive gente que conozco desde toda la vida.

—Silencio, Ocaña —le interrumpió el capitán —.

Pensaba en el miedo, en que después de todo aquello una ansiedad fóbica le impediría ver de frente el rostro de cualquiera. Ya no entendería el silencio largo que deja la lluvia, buscaría el espacio oscuro de las camas cuando los truenos anunciaran aguaceros.

—Simulacro, ¿de qué tipo?

—Tranquilo, Ocaña —le advirtió el capitán. Seguido de un largo silencio volvió a repetir:—Tranquilo —dijo y se detuvo.

Las palabras se le quedaron clavadas en la expresión del rostro, en las cicatrices toscas de sus manos. Luego, de súbito, continuó:

—De fusilamiento.

—¿De fusilamiento?

—Usted no se altere, todo está en regla.

IV

Uno de los sargentos le entregó un máuser que recibió mecánicamente con el mismo movimiento reglamentario de siempre. Se cuadró mientras a su compañero de cuadra lo colocaban en la línea pintada con cal frente al paredón. Entre las dos manos sintió que le temblaba el arma. «Pasar por las armas, así lo llaman», pensó con la mirada puesta en la mirada triste de su amigo. «Es un simulacro», movió los labios en silencio, como para que el otro entendiera, luego le entregaron una bala.

—Cárguelo —le ordenó el capitán —.

En ese momento fijó la mirada en el máuser, era un arma burda. La bala no entró en la recámara.

—No le hace —dijo —.

El capitán mandó al sargento que le había entregado la bala, cargara el máuser.

En el movimiento, Ocaña, perdió la secuencia de los pasos. El sargento había puesto en la recámara un fulminante, luego le entregó el arma. Ocaña reaccionó al recibir el máuser con un movimiento parecido al primero.

En voz alta ordenó el capitán:

—Posición. Apunte.

Ocaña hizo lo necesario para disparar desde el hombro. «Estoy mecanizado —pensó —, yo nunca quise estar aquí. Ahora soy otro igual.» Su compañero bajó la mirada, en el rostro algo delataba la turbidez que ya tenía invadida su alma, una mezcla de sudor frío y lágrimas se mezcló cerca de su boca, Ocaña no pudo verlo.

—Yo ni sé que es la política — dijo en voz baja, como un consuelo —, si quise hacer algo fue por mi familia.

—Hable fuerte, Ocaña.

—Digo que no sé por qué nos hace esto.

—Es un pinche simulacro, Ocaña. Aquí nadie se muere si yo no lo ordeno.

V

Ocaña consideró una descarga fuerte cerca del pecho, la locura de verse más allá del día de descanso como el asesino de su compañero, y el que cobardemente atacaría a su familia desarmada, lo fue llevando hasta aquel estado hipnótico donde desde afuera sintió llegar la locura de una fusilería.

—Fuego —gritó el capitán —.

La explosión del arma lo desconcertó y en sus oídos el máuser reía a carcajadas. Enceguecido fijó la mirada en la mancha amarilla que ahora era su compañero. Poco a poco fue disipándose aquella luz que al fondo temblaba de pie. El capitán doblado de la risa mandó cargar de nuevo el arma. Esta vez Ocaña vio entre los dedos del sargento el reflejo del cascabillo contrastando con la protuberancia opaca del plomo en la ojiva. El sargento le arrebató el arma que aún estaba caliente, la cubrió con la misma técnica y la cargó. Ocaña la recibió con el mismo orden y exactitud en los movimientos.

—Monte esa mierda, Ocaña —aún le brotaba la risa a carcajadas —. Apunte.

—Esta vez no, mi capitán. Ya se acabó el simulacro.

El temple de su voz erizó la espalda peluda del hombre que encabezaba la tropa.

—Las ordenes aquí las da su capitán. Apunte.

Ocaña fue subiendo lento, como si le pesara el máuser, como si ya llevara dentro la muerte de su amigo. Apuntando desde el hombro abrió un poco más las piernas.

—La última, Ocaña, y nos vamos. Dispare de una buena vez... Que dispare, qué chingados, Ocaña.

—Ya no, mi capitán.

El capitán giró la cabeza paralela a un circulo imaginario a dos palmos de su frente. El manto oscuro de la impaciencia comenzaba por cubrir su alegría.

—Ocaña, al paredón —ordenó —.

El sargento no pudo moverse, sintió que aquella disputa era entre esos dos hombres donde se sintió atrapado. Retrocedió dos pasos esperando una orden, pero el capitán no habló. Ocaña permanecía con temple en la misma posición.

—Voy a disparar —dijo —.

—Así me gusta —celebró el capitán, levantando las manos y la mirada hacía el cielo.

Luego dejó que el tirador se acomodara, no quiso distraerlo, la orden de matar a cualquiera para después incriminar a Ocaña, estaba por cumplirse. Las rodillas blancas de su compañero habían desbaratado la rectitud de la línea encalada: las dos veces le dejaron caer una cubeta rebosante con agua de pozo, las dos veces se levantó llorando. Ocaña lo vio al fondo dentro de un charco oscuro, y creyó que el hombre se había orinado. La rabia le fue subiendo al pecho, se le fue a enquistar en las manos, en toda la largura de los dedos ardorosos de cólera. Sobre su cintura el conjunto de tronco y máuser giró repentino y exacto. El capitán vio salir un trueno largo desde adentro de aquellos ojos trasnochados.

VI

—Es el loquito ese, el de la celda 18 —dijo uno señalándolo con el dedo incompleto —.

—¿El de la 18?

—Sí, mañana se lo vuelan. Crimen político, dicen.

—Ah... ¿es de los rebeldes?

—Ajá, fue él quien mató a mi capitán Gutiérrez de un tiro justito aquí, entre los dos ojos.

Denise Phé Funchal




Adiós


Se taparán los poros, la angustia jugará a tocar a la ventana

te espiará la arena,

saludará en coro

te arrullará mientras finjís dormir.

Vanessa Núñez Handal


Diario de una madre suicida

Ayer percibí miedo en las letras de tus ojos. Esas que enmarcan tu alma en espirales de hojas empastadas y se concentran en ver pasar la representación de tu vida. ¿Eres feliz? Y es un eco a penas. Los gritos vendrán después. Después de que las arrugas hayan enmarcado tu mirada y los cigarros hayan amargado tu lengua hosca. Cuando ya no quede más que volver atrás y te des cuenta que no lograste más que repetir sus pasos tropezados, que casi te han hecho caer pero que a ella la arrojaron a un hoyo seis pies bajo tierra. Ella, igual que tú, amaba el arte. Probó pintar, bailar, cantar y hasta entregarse, pero luego, cuando ya todas las técnicas le habían fallado, sólo le quedó la escritura. De ella lo heredaste. Por ella comenzaste a plasmar tus lamentos en páginas de papel periódico. Los considerabas irrelevantes y efímeros. Como todo lo que hasta entonces habías hecho. Pero tu escritura no lo fue. Por ella preservaste tu vida, y has logrado sobrevivir diez años más. Es un misterio cómo llegó su diario a tus manos. ¿Te lo mandaría ella del más allá? Imposible. Debió dejárselo encargado a algún pariente que luego lo envió por DHL. Así funcionan hoy las cosas. Hasta los muertos han dejado de asustar. ¿Qué sentiste cuando lo viste? ¿Cuándo descubriste que dentro de aquella bolsa plástica que te costó tanto romper venía su letra aglutinada en ideas? Ideas que se fueron transformando en pesadillas. Y no eran pesadillas cualquiera, sino las más íntimas. Esas que sólo se dicen a un diario o a cualquiera cuando se está borracho. ¿Creíste que era una broma, no es cierto? Pero entonces comenzaste a encontrar en ese lacónico mundo de arañas vanidosas referencias certeras de tu vida y los tuyos. Ahí descubriste que no había vuelta atrás. Fue entonces cuando supiste que Alberto no era tu hermano, sino tu medio hermano. Pero nadie conoció a su padre. ¿O era la madre la que faltaba? Y que la Lucy era adoptada. Quién iba a decir que esa prima tuya, tan altanera y menuda, resultaría ser la entenada de la casa. Pero jamás se lo dirás, aunque la odies. Eso pedía tu madre al final de la página. Que antes de quitar la grapa que sujetaba las páginas siguientes debías prometer que no revelarías los secretos que ahí verías. Qué difícil se te hizo entonces avanzar. Hubieras querido quemarlo, igual que has hecho con tus poemas más pretenciosos. ¿Qué razón tenía poseer secretos que no pueden gritarse? Aún te lamentabas de tu mala suerte, cuando llegaste al 12 de abril del 84. Ahí, con tinta incolora te enteraste de tu padre. Venga uno a saber esas cosas tan tarde. Ahora que ya estabas nivelando tu vida, luego de vencer adicciones, traumas y psicosis. Luego de gastarte una fortuna en psicólogos y adivinos: cuando hubiera sido tan fácil descubrir la verdad. Pero cómo podías saberlo, si a él nunca lo viste. Acaso el día que te lo encontraste en la calle. Estabas tan seguro que era él. Lo supiste por instinto. Luego sobrevinieron las ganas de acercarte a saludarlo. ¿Y decirle qué? ¿Qué se le dice a un padre que deambula muerto por las calles? Luego pensaste en gritarle, pero lo dejaste pasar. Pasó sin verte. Sin darse cuenta que tras de él dejaba una estela de amargura y odio que nunca pudiste lavarte del cuerpo. Ni con jabón ni con tragos. Y tu madre que siempre dijo que estaba muerto, incluso lo negó dos veces esa mañana. Y tú le creíste. Le creíste sin creer, porque era más cómodo creerle que preguntar porqué. Ahora lo sabes. Y ya es tarde para gritarle. Se fue de largo. La siguiente página no contenía mucho. Sólo eran dibujos. Dibujos con tinta verde sobre rayas azules. Quizás un amor frustrado, un crimen, una orgía. ¿Qué sabías tú? ¿Qué más daba? ¿Acaso las mamás no tienen derecho también de divertirse? No, la tuya no. La tuya era una santa. Santa a tus ojos, porque mira que habrías de enterarte de cada cosa en las siguientes páginas. Cómo debió haberte dolido. Pero fue simpático saber del amante de tu tía Amparo. ¿No es cierto? Esa viejecita de ahora noventa y pico de años, que siempre fue un ejemplo de moral y devoción al tío Fredy. Pobre tío Fredy. La pata negra y orgulloso ante el mundo. La trataba mal, es cierto, pero era una rutina de amor. El tío Fredy no quiso jamás ofenderla cuando la humillaba en público. Ella agachaba el rostro. Cómo debió haberse reído de él entonces. Una pena que el tío jamás se enterara de Armando. Tenía nombre de artista: Armando. ¿Aparecerá en alguna de las fotografías que tu madre te regaló tiempo antes de que…? Sí, ya sé que no te gusta que mencione esa palabra. Pero ¿cómo la llamamos? ¿Su deceso? Esa expresión no le aplica, bien sabes. Porque eso se dice cuando la gente muere en paz, rodeados de gente que los quiere. En cambio tu madre… Está bien, cambiemos de tema. Sé que te pone furioso. Seguime contando, ¿hablaba sobre vos en algún lado?

Edwin Enrique Soria Júarez


Soliloquio

Quizá todo se resuma en el juego de palabras que los viejos predican, aquél sobre la existencia de las tres verdades: la tuya, la mía y la verdadera. Claro, si es que existe la verdad verdadera, que a veces nada más es una propia construcción mental y eso, si no se demuestra, dista de ser una verdad: es nada más un pensamiento, a lo sumo.

De esta forma, Caín especuló mientras preparaba los alimentos, el fruto de la tierra que Dios no quiso recibir.

JRenato Buezo


El taxista de noche buena

Diablo, gritó la mujer. Él iba pensando en eso cuando pidió detener el taxi en una esquina de la calle Martí, donde no funcionaba el semáforo. Dejó caer el billete gastado sobre el largo asiento delantero. Al ver la tosca, ancha y seria mirada del hombre metida en el pedacito de espejo pegado sobre el retrovisor, se molestó —el taxista observaba sin voltear, todos sus movimientos—. No le pidió el cambio, no le importó. Vio el relojpulsera con cristales en las puntas de las agujas; todavía le quedaban veinte minutos. Empujó la pesada puerta amarilla —el taxista se había detenido junto a una venta callejera de adornos navideños—, Guzmán no pudo abrir por completo; la redondez del guardafango y la maleta obscura le impedían moverse con libertad. «Qué días, qué malditas fechas», dijo refunfuñando. El taxista se permitió una discreta sonrisa al recordar que las ventas estaban allí todo el año: el día del trabajo, el de la revolución, y el de los muertos, y el de la virgen, y el de la quema del diablo, y el de los reyes, y el de la navidad, y el de todos los días para los cuales siempre había quien pudiera y quisiera comprar cualquier porquería, viejo pendejo, dijo sin quitar la mirada del hombre encorvado en que se había convertido Guzmán. Sacó de la guantera un papel doblado donde llevaba anotada la lista de compromisos; lo desdobló. Encendió la radio, dio unas vueltas al sintonizador y se detuvo en la frecuencia donde sonaba “Cascabel, cascabel, dulce cascabel”, así se quedó organizando la lista con un pedazo de lápiz que mojaba en la lengua cada vez que creía necesario trazar una línea. A veces regresaba la sonrisa cuando recordaba el plan de la bomba, luego arrancó sin acordarse del semáforo y con el enojo que le causaba el viejo al somatar la puerta. El tráfico era fluido, siempre lo era, pero en esas fechas de paz, que aún no entendía, de sus conciudadanos afloraba el más extraño salvajismo. Guzmán se alejó unos pasos, luego se detuvo frente a un niño que le ofrecía llaveros con fotografías de desnudos femeninos.

—El único género artístico que se atreve a mostrar sin pudor el sexo teniendo sexo, es el que tú ofreces como si fuera la fotografía de Santa Clos, ahora, en plenas fechas navideñas.

—Es que esto siempre lo compran—se excusó el niño —.

—Sí, te entiendo —dijo, alborotándole la cabeza —.

Volvió a ver el reloj, todavía estaba en tiempo.

—Luego, cuando esté de vuelta te compró uno.

—Lléveselo y me lo paga de regreso.

— ¡Ajá! ahora resulta que los mocosos tienen técnicas más efectivas para los negocios —dijo tomando un llavero —.

Atrás, el estruendo fue aparatoso. Ambos, Guzmán y el niño, hicieron el movimiento involuntario de la autoprotección. Algunos de los llaveros volaron sobre la cabeza del infante, los otros cayeron frente a Guzmán. La mancha grasosa de su huella digital quedó impresa sobre el abdomen y el sexo diáfano del retrato. Por un momento creyó que alguien sí había puesto la bomba en el carro viejo de la panadería que cada mañana parqueaban frente a la entrada del mercado 20 de octubre, donde la madre del niño, amante de García, un capitán de la policía municipal que le había prohibido a Guzmán instalarse en el medio de la amplia banqueta que mediaba entre la congestionada, sucia y a veces hasta maloliente calle, y el concurrido comedor donde ella, de delantal y ojos claros, lo veía con aire de amenaza mientras él se quedaba parado con la maleta colgando en la punta de los dedos. —Fue un choque —le dijo el niño cuando ya todo se hubo calmado —.

Guzmán se levantó con un presentimiento indómito que se extendía por atrás de las orejas a todo el cuello, como una avanzada de calor igual a las que le sucedían después del primer trago. El alboroto no lo dejó ver con claridad, no era de esos que necesitan ver por curiosidad, siempre que ocurría algo prefería largarse, pero ahora el presentimiento era como los pellizcos de su madre cuando lo hostigaban para que hiciera algo.

— ¿Puedes guardarme la maleta? — le dijo al niño que se le quedó mirando como si le preguntara mil veces la misma cosa —no dejes que tu madre se entere, tú sabrás donde esconderla.

—Si mi mamá me ve llegar con una maleta, va a preguntar, y si se entera que es suya...

—Ni el cielo lo quiera. Tú llévate la maleta, la escondes bien sin que tu mamá se de cuenta, que yo regreso tan pronto como averigüe lo sucedido.

Bajó la maleta frente a las piernas raudas del niño. Hizo un giro sobre la rodilla que más le dolía. Los pasos cortos y lentos dejaron en el reloj el tiempo necesario. A veces podía ver con más claridad el alboroto del accidente, aunque esos momentos eran repentinos y no le dieron tiempo nada más que para pensar en lo que siempre le decía a su hijo, que era como un sermón repetitivo que ya ni siquiera le sonaba a plan; y el hijo con la mirada atenta al camino apretaba uno a uno los dedos en el volante, como una forma de liberar el grito que no se permitía por respeto al viejo engarabatado que cada vez le iba pareciendo su padre. «Lo de la bomba nunca te lo creíste, hijo, pero ganas de ponerla no me faltaron», dijo —cuando distinguió en el desmesurado bulto arrugado el color amarillo del taxi —, como si de verdad fuera en el asiento trasero y el hijo le dirigiera miradas escondidas por el pedacito de espejo pegado en el retrovisor.

El niño llegó luchando contra la correntada de curiosos. Traía abrazados algunos de los llaveros y con la otra mano jalaba la maleta con el resto de llaveros encima, que a veces brincaban por las graditas del piso.

— ¿Qué pasó? —preguntó la madre limpiándose las manos en el delantal —.

—Nada, el hijo de don Guzmán que tuvo un accidente en la esquina.

—No me digas que ese maletín es el del viejo.

—No, mamá.

— ¿No sabes lo que carga? ¿No te lo dije ya? son culebras, venenos, puras porquerías del Diablo.

Guzmán llevaba lágrimas por brotar. Alguien le tomó del hombro gritando que él era el padre. Un bombero de la municipal se acercaba cuando se quitaba el casco y lo metía debajo del brazo izquierdo con la mueca de la boca anunciando la muerte. En el comedor los dos mazacuates y la madre coral se retorcían alocadas dentro de la maleta ardiendo. Los llaveros achicharrados explotaban regados en la hoguera. El niño se quedó sin decir nada, sin creer que lo que se quemaba fueran puras cosas del Diablo.

JRenato Buezo


El retrato

En ese momento repentino cuando apagaba el monitor, volteó hacía la fotografía. Escuchó el sonido de la máquina yéndose como si de verdad estuviera implorando. Juntas las manos fue despojándolas de alhajas y tensiones, también se quitó el reloj pero no vio la hora. En la fotografía, recostadas en una farola, la camisa a cuadros y la pequeña redondez de la barriga en la plaza Abril, sostenían toda la vida. «Eran buenos tiempos», pensó. Le gustaba ver al retrato, como le cambiaba de formas la sonrisa protuberante. «A veces siento como si se carcajeara —dijo —claro, sólo son recuerdos.» Se acercó al aparador y de puntillas tomó la fotografía. El agua empezó a bullir en la cocina. Quiso llegar a la habitación de al lado llevando apretujado contra el pecho al cuadro, pero se quedó en la entrada, temblando. La puerta era negra, la cama aún desordenada, en ambos lados las mesitas lucían fotografías donde estaban juntos. El sonido de sus lágrimas se mezcló con el del agua que bullía desapareciendo en la nube húmeda que bajaba desde las esquinas de los recovecos todas las noches. Triste, su cuerpo se deslizó por la pared amarilla donde había un colgador de llaves en forma de búho. Sostuvo el retrato sobre las piernas recogidas, mientras, las últimas gotas aisladas en la olla pedían clemencia en un solo grito. Con líquidos viscosos sobre los labios y lágrimas derramadas en el rostro, puso la frente desesperada sobre el vidrio gélido, creyendo que la ponía sobre la frente sonriente y estática del retrato. Imaginó que sus manos despojadas se metían sin tapujos entre las manos del retrato, y apretó fuerte. «Son como antes —esta vez lo pensó —grandes y tibias.» Sacó la derecha con los ojos caídos, como mirando las botas oscuras en la fotografía. Recorrió el rostro con la punta temblorosa del índice. El cuello le pareció más suave, detuvo el dedo en el tercer botón de la camisa y lo desabrochó, así continuó hasta el último. Hizo lo mismo con la suya, después metió la derecha entre su abultado pecho desnudo. La izquierda soltó las manos del retrato para meterse dentro del claro que dejaban los extremos de la camisa a cuadros. Un poco más arriba sintió los latidos. «Ojalá, fuera cierto», suspiró, sacando la argolla dorada de la bolsa de la camisa. La colocó entre el cuadro y sus respiraciones; después de verla unos minutos dejó libre la izquierda, y ésta fue acercándose con el anular extendido, como el primer día de matrimonio.

Claudio López Ríos


Discurso de 10 minutos

Todas las mañanas Luis se levanta a las seis cuarenta y cinco. Se baña, se rasura, se viste. Prende la televisión, desayuna por compromiso. Sale de la casa, cierra con doble llave, baja las gradas, no saluda a su vecina porque ella nunca le devolvió su saludo hecho durante un mes. Camina hasta el parqueo de las camionetas. Sube a la camioneta 201, ruta al Obelisco, Terminal y Parque. Encuentra un lugar, de esos lugares que en las mañanas están fríos, nadie los ha ocupado. Se sienta, siempre pegado a la ventana del lado donde el sol no pega. La camioneta se llena con la misma gente de ayer, de anteayer, de la semana pasada. Muchas veces ha dormido, pero hoy no encuentra disponible el vidrio de la ventana para recostar su cabeza, pues no hay tal. Ésta camioneta sufrió destrozos durante la protesta por el alza. Piensa cambiarse pero la camioneta ya se ha llenado. Ve a su alrededor. Busca a la canchita flaquita que se sube dos cuadras después. Siempre se sonríen al verse. Se recuerda de la primera vez que se subieron en el mismo bus. Uno al otro se vieron y sonrieron. Es la forma de decir buenos días a una diosa, piensa. Hoy no está en la parada. ¿Estará enferma? Piensa. Siente que se le ha derrumbado el discurso que pensó anoche antes de dormirse. Esto le valía como una oración, pues pedía al destino valor para decirlo. Pero la chiquilla viene corriendo tratando de detener el bus. Dale alas, le pide al cielo. Pero un diablo le dio un golpe en la cabeza y lo hizo gritar: “Suben, suben”. Una señora mal encarada se ha sentado el lugar que en el orden adecuado de los deseos de Luis debía ser ocupado por la flaquita. El diablo le da otro golpecito, pero un ángel lo ahorca y no puede decir nada. El ángel es un hipócrita y el diablo un insensato. La flaquita ni lo volteó a ver y se sentó atrás. El esbozo de sonrisa se quedó en el aire hasta que lo cachó la señora mal encarada que hizo un sonido de incomodidad haciendo a la sonrisa llorar de impotencia. Maldito despertador, hipótesis lanzada. Maldito marido, hipótesis alternativa. Prefería la primera. Pero si algo prefería es atreverse de una vez en comprobar las hipótesis.

Pensar es la actividad del hombre de ciudad que se puede realizar bien en las camionetas. A ésta hora no hay vendedores, drogadictos reformados, ni payasos. Las camionetas van tan apretadas que es común ver gente entre las puertas, y colgando de ellas. Además de la flaquita, no tenía nada en que pensar. La trayectoria es larga, y el frío de la mañana que entra despeinando la cabellera castaña de Luis, lo hace estornudar varias veces. La flaquita que se ha bajado al no más llegar a la avenida principal, quince minutos atrás. El discurso de anoche le había salido fenomenal. Primero, le iba preguntar su nombre con la excusa de ponerle nombre a una estrella que entraba todas las noches a su cuarto. Que la estrella atravesaba el vidrio y la cortina y se colocaba sobre su pequeña cajita de recuerdos. Solo tenía dos cosas en su cajita. Un mechón de cabellos de su abuelita, que él le había cortado mientras dormía en las tardes en el sillón del corredor. La otra cosa era un diente, el que le fue botado por el puño de Marlon, que luego de ver el diente en el suelo y recogérselo, se hizo su amigo más grande, hasta que murió el año pasado de un tumor cerebral. Había medido su tiempo para que le alcanzara hasta la parada en que desafortunadamente ella bajara. Diez minutos exactos, dando la posibilidad de respuesta de ella. Su argumento era que la misma luz que se veía al anochecer sobre la cajita era la misma que aparecía en su sonrisa al subirse ella en la camioneta. La señora mal encarada se cubría la boca por el viento que entraba por la ventana. Luis la vio y sintió una extraña llamada de su interior, lo que sentía que iba a hacer, nada tenía que ver con el demonio y el ángel que lo acosaban. Era un sentimiento humano, inspirado en el hombre y en lo que lo rodea.

«¿Cómo se llama señora?» La señora lloró al final. Le dijo a que tenía muchos problemas y muchos miedos, pero que hoy ella se sentía feliz. Le agradeció todo y se bajo con una sonrisa que calentaba los pulmones y corazón de Luis. La señora nunca volvió a coincidir en una camioneta con Luis. A la mañana siguiente le contó a la flaquita en menos de diez segundos que se sentía feliz de ver su sonrisa todas las mañanas. Ella le agradeció sus palabras, cuando se bajo de la camioneta iba feliz. Nunca volvió a coincidir con la flaquita en una camioneta, porque renunció a su trabajo ese día en que por fin logró hablarle. Llevaba una pequeña maleta y una cajita, iba con rumbo desconocido para todos nosotros. Hoy la estrella de muchos nombres lo acompaña y no sabemos donde estará diciendo el mejor discurso de diez minutos hecho hasta ahora.

Denise Phé Funchal


Laberinto

Creo que el jueves habremos terminado con todo. Trajeron los ladrillos esta mañana. La prensa cuenta hoy de la devaluación de la moneda, de la boda de Ana Córdoba, de que ha muerto Don Elías Prado luego de semanas de hospitalización. Estarás cómodo. Eso es lo que importa. María llamó. Dijo que traerá flores para todos. Adornaremos la casa. Le dije que a papá le gustaban las azucenas, a los tíos las violetas y a mi pequeño Carlos las margaritas. No recuerdo los gustos de Marino. Lo que me preocupa es el espacio. La prima Carol ya tiene los planos para el segundo nivel. La otra semana empezarán los trabajos. ¿Recordás la vez que reíste a morir cuando te dije que te quería? ¿Cómo podías ser tan chico y tan cruel? Yo insistí en que no te habías dado cuenta de lo que dijiste. Mamá dijo que eras igual que papá. Vargas ha ganado la carrera este año, al menos eso puede alegrarte. Murga se quedó en la tercera vuelta, problemas técnicos dice la prensa. Ya verás que será agradable. Te va a gustar el ambiente. Raquel ha pensado en todo ¿no te parece? ¿O me vas a decir que no te gusta el paisaje de la ventana? Recordá por favor que es la ley. Nada de malas voluntades. Además estarás junto a papá, el tío Hugo, Francisco, Marino, mi pequeño Carlos. ¿No te parece conmovedor? Y sí, ahora te lo puedo decir. Fue Laurita. En un rato, cuando venga Patricia, mezclaremos el cemento. ¿Así que dalias, no? Llamaré a María para que no lo olvide. No creás que no me duele. Vos viste mi estado con Carlitos. Mamá le tenía tanta fe. Es la ley y vos mismo decías que no hay nada más fuerte que eso. Tu horóscopo dice que no descuidés los consejos de este día. He invitado a Marta, Lucrecia, Julieta, Camila, Diana y las hermanas Hernández. No cabe nadie más en casa. Por supuesto que vendrá tu Susana. Cómo pudiste. Cómo fuiste tan tonto. No mirás que los espacios se cierran. Que el concreto y las habitaciones añadidas asfixian las calles. ¿O lo hiciste a propósito? Eso de emparedar a los infieles está convirtiendo este pueblo en laberinto.

Edwin Enrique Soria Júarez


Secretos de profesión

Pocos lo saben, y quizá sólo los gatos que corretean ratones y los acercan a los elefantes: los roedores mueren de tristeza luego de espantar paquidermos.

Vanessa Núñez Handal


Su nombre ya no era

— ¿Sabes que estuve enamorada de ti durante muchos años? — preguntó ella sin malicia. Antes no se habría atrevido a decirlo. Ahora el maquillaje derretía toda barrera entre ellos. — ¿Porqué nunca dijiste nada? — preguntó Enrique por respuesta. — Habría sido inútil — respondió ella eliminando el brillo de su nariz. — Tienes razón, quizás no… — y se quedó con la mirada perdida en el espejo, mientras ella veía su reflejo sin encontrarlo. — ¿Hace cuanto nos conocemos Laura? ¿Quince, veinte años? — y soltó una bocanada de humo táctil. — Quizás más, ya perdí la cuenta. Las imágenes se superponían unas a otras y a ella le costaba ordenarlas en su mente. «Los niños también tienen noción de belleza», diría Laura años más tarde mientras sentía que el corazón le dolía, debajo de las costillas, ahí, bajo el pecho, con el oprímete vacío de la soledad obligada. Ojos pardos, dientes blancos, inmensos como rosetones. Era hermoso desde niño, bello y frágil como todo lo hermoso. Deseaba unírseles, pero no lo aceptaban. Siempre pulcro, no jugaba fútbol. Era distinto. Lo intuía. Lo acogió en su alma, con el amor congénito con que toda mujer abriga. Una niña madre de un niño simultáneo. Lo resguardó contra lluvia, tormenta y verano. Que no lo hirieran los insultos ni las murmuraciones. Durante los tres meses del viaje a Europa, lo lloró cada día y cada noche. Sólo quedaban recuerdos. Los niños no tienen ahorros. La estampa de Frankfurt pasó a ser su tesoro. Conversaban, de lo que se puede hablar en pantaloncillos. Los juegos y miradas. La complicidad entre ellos. Se escabullían de la muchedumbre. Los campos de golf eran los elegidos. Un beso. Para ella el mundo. Para él la sensación extraña del incubamiento espectral. El mundo se ampliaba como una lupa. En el centro, ahí donde la luz se concentra, él. Los defectos, los errores, lo irremediable. Los niños y las niñas no juegan juntos, porque es así, porque así ha sido desde siempre. Ella sufría. «Nunca voy a casarme». «No digas nunca». «Odio a los niños». «Te volverán loca cuando seas grande». Y la luna seguía menguando y llenándose, como el corazón fracturado de una mujer anhelante. Lo amaba. Y no podía tocarlo. Buscaba encontrar su mirada y constatar si aún la recordaba. Nunca se había ido. Sonreía tímidamente y la vida volvía a tener sentido. Una llamada esporádica, olvidé el libro, te lo presto, dos palabras, un suspiro, su perfume imaginario en las páginas flemáticas. La indiferencia. El ardor en el alma. El primer cariño. Lo besaba pensando en él. Ya estaba emponzoñada. Maldijo, intentó odiarlo. Pero sus defectos la seducían. ¿Quién es ella? Anda con Enrique. El llanto en el baño. El rimel corrido. Deseos de morirse y la muerte que no le llegaba. Dolía el silencio. La languidez del tiempo que no tiene prisa. Su espalda ancha y el bello en su cara. Ya no la necesitaba para defenderse. La enloquecía aún más. La sonrisa y su mirada tierna. La veía. El hielo daba paso a las flores. Una llamada. Un café. Hablaban sin miedos, reencontrándose. La amistad vivía, sólo había estado enferma. Pronto caricias, el cine, los besos, el auto, la cama y esa extraña sensación entre ellos. — ¿Siempre supiste? — No. — ¿Cuándo? — No fue tu culpa. — Me duele tanto. Una voz alzada lo llamaba a escena. El guardapolvo. Seguía siendo hermoso. Su nombre ya no era Enrique.