domingo, 19 de noviembre de 2006

Vanessa Núñez Handal


Monotonía


Mi vista alcanza a ver sobre los edificios, unos revestidos de ladrillos, otros con baldosas de concreto… pero edificios al fin. Dentro hay gente, personas reunidas, unos trabajan, otros simplemente están esperando que llegue la hora de irse. Veo a través de una ventana a una pareja desnuda sobre un escritorio. No les doy importancia. Escenas como esas son habituales desde aquí arriba. Hace viento y la brisa enfría mi rostro. Puede que llueva. Abajo transitan los carros, con la prisa loca que solo da la ciudad. El semáforo los ha detenido. Creo que el alto dura unos treinta o treinta y dos segundos. Ahora siguen su marcha loca. A los peatones les cuesta mucho cruzarse la calle, deberían construir una pasarela. Creo haber leído en un periódico que construirían una a finales de este año… ¿A mí qué más me da? Pasa una ambulancia haciendo un ruido ensordecedor… seguramente lleva a alguien hacia el hospital. ¿Será una persona herida, con un infarto o quizás muerta? Los carros se apartan, más por costumbre que por consideración. Alcanzo a ver los rostros de indiferencia de los conductores y a la gente que por ahí camina: ya no se inmutan ante la desgracia ajena. Tampoco les importa mucho si es que la persona que va dentro ha muerto o no. Las ambulancias han perdido credibilidad. También las noticias se han encargado de insensibilizarnos ante cosas como estas. Creo que a las personas tampoco les interesa mucho si ellos mismos están vivos aún. Al menos en mi caso. Un pájaro se posa sobre la rama de un árbol plantado en la acera de enfrente. A él tampoco le importa lo que sucede abajo. Se hurga con el pico la cola. Se sacude. Me mira con extrañeza. Sigue su vuelo indiferente. A lo lejos ondea una bandera… una bandera extraña. Pero ondea tan bonito, igual que la bandera que está al centro del redondel que estaba por mi casa. Ese que me parecía tan grande y que hasta ahora realizo lo pequeño que era. Aquí las nubes son grises y el smog a penas permite ver el cielo. De donde yo vengo, las nubes son blancas y el cielo azul las hace verse suaves y livianas. ¿Y si esa bandera se desprende y cae sobre la acera? Tal vez así se rompería un poco el hastío de la pobre gente que transita ahí abajo. La punta de una estructura de hierro (que quizás “quiso” ser un remedo de la Torre Eiffel) asoma entre los edificios. Los carros pasan abajo, y ya nadie voltea a verla. Su base quedó manchada desde la última protesta de campesinos. Dejaron echa trisas la ciudad. De igual forma la torre se mantiene erguida, fingiendo ser útil al mundo. En la punta, una luz blanca se enciende y apaga rítmicamente. Posiblemente sea para indicar a los aviones que aterrizan en la cercanía, que no deben descender más que eso… No, un avión estrellado sería demasiado. Justo abajo, en la cuadra de al lado, hay una casa inmensa con un gran jardín abandonado. Nunca se ve gente. Solo un pequeño perro salchicha color negro que se pasea moviendo la cola por el jardín. Todas las mañanas lo veo. Sale a corriendo, bordea la piscina vacía y rajada de la vieja casa, orina y vuelve a entrar. Se le ve feliz. Dos vehículos han chocado en la Avenida. Los conductores se bajan histéricos de sus vehículos y comienzan a discutir. Desde aquí, he visto claramente que el conductor del vehículo rojo ha tenido la culpa. Se pasó el alto. Todos se pasan ese alto. Casi no se ve. Está oculto tras las ramas de un árbol inmenso. Deberían podarlo. Quizás llamen a la policía. Se ha formado una inmensa cola de carros. Les pasan pitando. De pronto ya no discuten. Se entregan unas tarjetitas. Cada uno se sube a su carro y siguen su camino. El nudo de vehículos se deshace. Lástima, tal vez si se hubieran agarrado a golpes… Veo mi reloj. Noto que ya es muy tarde. Casi son las cinco. Si no me apuro, voy a tener que posponer todo hasta mañana nuevamente porque la hora de salida es a las cinco y media. Además, si me doy prisa, tal vez alcance a aparecer mañana en el periódico. Y es que un suicidio siempre rompe con la monotonía…

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