Diario de una madre suicida
Ayer percibí miedo en las letras de tus ojos. Esas que enmarcan tu alma en espirales de hojas empastadas y se concentran en ver pasar la representación de tu vida. ¿Eres feliz? Y es un eco a penas. Los gritos vendrán después. Después de que las arrugas hayan enmarcado tu mirada y los cigarros hayan amargado tu lengua hosca. Cuando ya no quede más que volver atrás y te des cuenta que no lograste más que repetir sus pasos tropezados, que casi te han hecho caer pero que a ella la arrojaron a un hoyo seis pies bajo tierra. Ella, igual que tú, amaba el arte. Probó pintar, bailar, cantar y hasta entregarse, pero luego, cuando ya todas las técnicas le habían fallado, sólo le quedó la escritura. De ella lo heredaste. Por ella comenzaste a plasmar tus lamentos en páginas de papel periódico. Los considerabas irrelevantes y efímeros. Como todo lo que hasta entonces habías hecho. Pero tu escritura no lo fue. Por ella preservaste tu vida, y has logrado sobrevivir diez años más. Es un misterio cómo llegó su diario a tus manos. ¿Te lo mandaría ella del más allá? Imposible. Debió dejárselo encargado a algún pariente que luego lo envió por DHL. Así funcionan hoy las cosas. Hasta los muertos han dejado de asustar. ¿Qué sentiste cuando lo viste? ¿Cuándo descubriste que dentro de aquella bolsa plástica que te costó tanto romper venía su letra aglutinada en ideas? Ideas que se fueron transformando en pesadillas. Y no eran pesadillas cualquiera, sino las más íntimas. Esas que sólo se dicen a un diario o a cualquiera cuando se está borracho. ¿Creíste que era una broma, no es cierto? Pero entonces comenzaste a encontrar en ese lacónico mundo de arañas vanidosas referencias certeras de tu vida y los tuyos. Ahí descubriste que no había vuelta atrás. Fue entonces cuando supiste que Alberto no era tu hermano, sino tu medio hermano. Pero nadie conoció a su padre. ¿O era la madre la que faltaba? Y que la Lucy era adoptada. Quién iba a decir que esa prima tuya, tan altanera y menuda, resultaría ser la entenada de la casa. Pero jamás se lo dirás, aunque la odies. Eso pedía tu madre al final de la página. Que antes de quitar la grapa que sujetaba las páginas siguientes debías prometer que no revelarías los secretos que ahí verías. Qué difícil se te hizo entonces avanzar. Hubieras querido quemarlo, igual que has hecho con tus poemas más pretenciosos. ¿Qué razón tenía poseer secretos que no pueden gritarse? Aún te lamentabas de tu mala suerte, cuando llegaste al 12 de abril del 84. Ahí, con tinta incolora te enteraste de tu padre. Venga uno a saber esas cosas tan tarde. Ahora que ya estabas nivelando tu vida, luego de vencer adicciones, traumas y psicosis. Luego de gastarte una fortuna en psicólogos y adivinos: cuando hubiera sido tan fácil descubrir la verdad. Pero cómo podías saberlo, si a él nunca lo viste. Acaso el día que te lo encontraste en la calle. Estabas tan seguro que era él. Lo supiste por instinto. Luego sobrevinieron las ganas de acercarte a saludarlo. ¿Y decirle qué? ¿Qué se le dice a un padre que deambula muerto por las calles? Luego pensaste en gritarle, pero lo dejaste pasar. Pasó sin verte. Sin darse cuenta que tras de él dejaba una estela de amargura y odio que nunca pudiste lavarte del cuerpo. Ni con jabón ni con tragos. Y tu madre que siempre dijo que estaba muerto, incluso lo negó dos veces esa mañana. Y tú le creíste. Le creíste sin creer, porque era más cómodo creerle que preguntar porqué. Ahora lo sabes. Y ya es tarde para gritarle. Se fue de largo. La siguiente página no contenía mucho. Sólo eran dibujos. Dibujos con tinta verde sobre rayas azules. Quizás un amor frustrado, un crimen, una orgía. ¿Qué sabías tú? ¿Qué más daba? ¿Acaso las mamás no tienen derecho también de divertirse? No, la tuya no. La tuya era una santa. Santa a tus ojos, porque mira que habrías de enterarte de cada cosa en las siguientes páginas. Cómo debió haberte dolido. Pero fue simpático saber del amante de tu tía Amparo. ¿No es cierto? Esa viejecita de ahora noventa y pico de años, que siempre fue un ejemplo de moral y devoción al tío Fredy. Pobre tío Fredy. La pata negra y orgulloso ante el mundo. La trataba mal, es cierto, pero era una rutina de amor. El tío Fredy no quiso jamás ofenderla cuando la humillaba en público. Ella agachaba el rostro. Cómo debió haberse reído de él entonces. Una pena que el tío jamás se enterara de Armando. Tenía nombre de artista: Armando. ¿Aparecerá en alguna de las fotografías que tu madre te regaló tiempo antes de que…? Sí, ya sé que no te gusta que mencione esa palabra. Pero ¿cómo la llamamos? ¿Su deceso? Esa expresión no le aplica, bien sabes. Porque eso se dice cuando la gente muere en paz, rodeados de gente que los quiere. En cambio tu madre… Está bien, cambiemos de tema. Sé que te pone furioso. Seguime contando, ¿hablaba sobre vos en algún lado?
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