domingo, 19 de noviembre de 2006

JRenato Buezo

Utopía

Si alguna vez pecó lo hizo por distracción. Frente a aquella pintura de metro y medio con ambas manos en los bolsillos, pensando que la niña de Utopía jugaba a ser el ángel que suscita sensaciones, escalofríos que le recorrían desde un punto cualquiera, y que más allá de la mirada se fugaban hasta convertirse en plumas y quetzales.

Simplista se soñó en la dualidad de ser lo que deseaba y no creía, y ser lo que realmente era. La dualidad del lugar y el tiempo, cuando vio asomar desde la orilla del río al ser que se repetía las veces justas en aquella pintura. «Cruzar el puente desde una realidad cualquiera a un futuro», pensó sobre la hamaca, con los pies en el suelo, y le pareció que ir de aquí a allá, era aventurarse donde existe otra cosa distinta a este lado, donde la boca enorme del Onírico lo esperaba con miel y arsénico, «oropimente, sensación de limón», dijo entre dientes mientras terminaba de tragar con el vaso, aún, sobre la boca. Volvió a verla recriminándose con un trago (mezcla de limón, sal y alcohol) que no había derecho, que no podía, y que tampoco debía introducirse a respiraciones profundas y agitadas la imagen suave, envuelta en la rugosidad imperceptible de los niños, mezclada con la sensualidad femenina que siempre quiso y que siempre fue incapaz de soñar. Esa era la peor de las dualidades, en la que quizá desembocaran, injustas, todas las anteriores.

Sorbió hasta el fondo el resto de limón, y al final del vaso lo grotesco del trago le golpeó en la garganta. Sabía que esa dualidad de mujer y niña no podía existir en su simple dimensión de sobreviviente, de enamorado de nada, que una vez pensó un poema cuando alguien le pedía prestado el libro del bosque chileno. Y pensó en que esa era la parte más linda de su poema. Pero esa parte no podía ser escrita, y así estaba pensando en la dualidad del poema que no encajaba en ningún lado. «Solo, aquí dentro, no sirve. Las palabras deben ser escritas», se dijo mientras los ojos, antes de óleo, lo miraban. Sintió que aquella mirada era la misma de la pintura: distraída, fuera del tiempo tendido sobre el arenal donde caminaban todas las personas. Fue el culpable de que ella se diera cuenta. Entonces lo vio con discreción, y lo vio dibujar sobre su cuerpo tendido en la hamaca el aroma de cortesana que ella se sintió en la piel. «Nada así puede ser por enredo», pensó mientras ella se alejaba descalza a un lugar cercano, y desde allá la escuchó hablar. El tiempo se convirtió en una travesura de vueltas y voces, de miradas ajenas, lejanas. Cerró los ojos entregándose a un silencio de estrellas donde podía sentirse, donde ella lo esperaba desnuda, alada, casi terminada en la tela de una estrella; donde el viento cálido y húmedo de un mar que allá lejos le parecía embravecido, iba robándose a sorbitos el pomo de óleo ralo que goteaba del pincel.

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