domingo, 19 de noviembre de 2006

Vanessa Núñez Handal


Su nombre ya no era

— ¿Sabes que estuve enamorada de ti durante muchos años? — preguntó ella sin malicia. Antes no se habría atrevido a decirlo. Ahora el maquillaje derretía toda barrera entre ellos. — ¿Porqué nunca dijiste nada? — preguntó Enrique por respuesta. — Habría sido inútil — respondió ella eliminando el brillo de su nariz. — Tienes razón, quizás no… — y se quedó con la mirada perdida en el espejo, mientras ella veía su reflejo sin encontrarlo. — ¿Hace cuanto nos conocemos Laura? ¿Quince, veinte años? — y soltó una bocanada de humo táctil. — Quizás más, ya perdí la cuenta. Las imágenes se superponían unas a otras y a ella le costaba ordenarlas en su mente. «Los niños también tienen noción de belleza», diría Laura años más tarde mientras sentía que el corazón le dolía, debajo de las costillas, ahí, bajo el pecho, con el oprímete vacío de la soledad obligada. Ojos pardos, dientes blancos, inmensos como rosetones. Era hermoso desde niño, bello y frágil como todo lo hermoso. Deseaba unírseles, pero no lo aceptaban. Siempre pulcro, no jugaba fútbol. Era distinto. Lo intuía. Lo acogió en su alma, con el amor congénito con que toda mujer abriga. Una niña madre de un niño simultáneo. Lo resguardó contra lluvia, tormenta y verano. Que no lo hirieran los insultos ni las murmuraciones. Durante los tres meses del viaje a Europa, lo lloró cada día y cada noche. Sólo quedaban recuerdos. Los niños no tienen ahorros. La estampa de Frankfurt pasó a ser su tesoro. Conversaban, de lo que se puede hablar en pantaloncillos. Los juegos y miradas. La complicidad entre ellos. Se escabullían de la muchedumbre. Los campos de golf eran los elegidos. Un beso. Para ella el mundo. Para él la sensación extraña del incubamiento espectral. El mundo se ampliaba como una lupa. En el centro, ahí donde la luz se concentra, él. Los defectos, los errores, lo irremediable. Los niños y las niñas no juegan juntos, porque es así, porque así ha sido desde siempre. Ella sufría. «Nunca voy a casarme». «No digas nunca». «Odio a los niños». «Te volverán loca cuando seas grande». Y la luna seguía menguando y llenándose, como el corazón fracturado de una mujer anhelante. Lo amaba. Y no podía tocarlo. Buscaba encontrar su mirada y constatar si aún la recordaba. Nunca se había ido. Sonreía tímidamente y la vida volvía a tener sentido. Una llamada esporádica, olvidé el libro, te lo presto, dos palabras, un suspiro, su perfume imaginario en las páginas flemáticas. La indiferencia. El ardor en el alma. El primer cariño. Lo besaba pensando en él. Ya estaba emponzoñada. Maldijo, intentó odiarlo. Pero sus defectos la seducían. ¿Quién es ella? Anda con Enrique. El llanto en el baño. El rimel corrido. Deseos de morirse y la muerte que no le llegaba. Dolía el silencio. La languidez del tiempo que no tiene prisa. Su espalda ancha y el bello en su cara. Ya no la necesitaba para defenderse. La enloquecía aún más. La sonrisa y su mirada tierna. La veía. El hielo daba paso a las flores. Una llamada. Un café. Hablaban sin miedos, reencontrándose. La amistad vivía, sólo había estado enferma. Pronto caricias, el cine, los besos, el auto, la cama y esa extraña sensación entre ellos. — ¿Siempre supiste? — No. — ¿Cuándo? — No fue tu culpa. — Me duele tanto. Una voz alzada lo llamaba a escena. El guardapolvo. Seguía siendo hermoso. Su nombre ya no era Enrique.

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