domingo, 19 de noviembre de 2006

JRenato Buezo


Curso obligatorio

Hoy he recibido, por lo menos, diez llamadas. Digo “he recibido” porque no creo que este martirio haya terminado. Si hago las cuentas en un papel, colocando con claridad y sin temor los cuatro dígitos que ahora tienen los años, concluiré en toda una vida; porque tres años y algunos meses es una cantidad de tal magnitud a la que no se le puede negar el derecho constitucional de nombrársele vida. Y es que el tiempo es el tiempo, y sin él no habría vida. Así pues, bajo este argumento, puedo escribir que me he gastado toda una vida queriendo aprender ese tan envanecido idioma. Algún día, pienso, terminaré por dirigirme a alguien más que al perro con eso de “!he¡ jow”.
No pienso tomar la ducha, mucho menos acostarme sin antes recibir esa llamada, la cual será la última por instancias mías, pues seré yo quien ponga punto y final. Un idioma, se creerá, o por lo menos se creía a los diez años cuando yo cumplí esa edad, que era más que suficiente, supongo. Yo ni siquiera lo creí porque jamás mis padres, o mis maestros, mucho menos la tele, comentaron que en otras tierras existían otros idiomas. Pero ahora, Dios mío, los lingüistas no se imaginan el trabajo que tendrán sus colegas en los próximos dos mil años al holocausto. Es horrible, realmente espantoso (no me refiero al holocausto, eso habrá pasado como pasa una tormenta, pero los idiomas serán como las cucarachas). Y que ahora el mundo pretenda que nosotros los incultos asalariados del tercer mundo gastemos nuestros recursos en pretender ser cosas tan raras como: fariseos amañados, consumistas alienados, fantasiosos poliglotas; eso, señores, es una barbaridad.
Ayer me acosté tardísimo, no siempre en la tele hay películas en ese idioma con una ayuda visual para los sordos, para los pobres que apenas entienden el idioma, y para los idiotas que pretendemos aprenderlo burlando al sueño con tan evidente payasada, como si el sueño no tuviera la astucia de la muerte. Y aunque sean ya varias las noches que he padecido esta enfermedad, hoy me resisto a descansar sin antes no haber atendido esa llamada. Es suficiente como introducción dejar timbrar cuatro, cinco o seis veces el teléfono, aunque alguien me dijo, hoy precisamente, que esa especie no se cansa, que son como el Quijote, que no entienden razones y que jamás se dan —ni se darán— por vencidos.
Un idioma a veces no basta para comunicarse, pero con dos la cosa sería peor. A mí, la cabeza, se me ocurre que sufre una ansiedad agónica, y que esos dolores como de chihuahua pariendo una mancha de ballenas azules, no son más que culpas y culpas y más culpas de idiomas invasores que en la mayor parte de los casos embrutecen, pero aquí es uno solo el juguetito verbal de los faltos de personalidad. No digo más, y a punto estuve por desconectar desde la pared el cable aplastado del aparato, pero unos zapatos viejos penduleando en el cable de la línea telefónica me trajeron recuerdos de cuando me gastaba gran parte de las tardes viendo llover desde mi ventana del segundo piso, y cuando después de las lluvias quedaba un instrumento de gotas sonando entre los cables, mi ventana y el suelo agrietado. En esas tardes, sólo en esas tardes, no pensé, es decir, nunca pensé en el teléfono como teléfono, ese aparato que en casas como la mía sólo existía en la sala y con candado, no fue parte de mi vida, o por lo menos de lo que no pretendo aceptar como tal. A mi madre apenas la recuerdo con la pierna cruzada y la falda del vestido doblada con suavidad bajo la entre pierna, y el auricular entre el hombro y su cabellera murmurando mientras ella, mi madre, acicalaba sus uñas una y otra vez, otra vez y una, como la fila de gotas que chorreaba lento del cable, una y otra vez, repitiéndose en los mismos puntos como si en lugar de palabras fueran gotas las que formaran el alma estirada del instrumento. Mi madre, ahora, estará con el inalámbrico sin recordar aquellas épocas que a mi parecer no son tan lejanas, si al tiempo cronológico nos referimos; mientras, yo, espero la última llamada. Y juro que por burla contestaré en ese idioma, y lo haré con la mejor de mis cartas, y sólo será para darle el remate a la introducción; una burla enorme y certera, si bien no me falla la pronunciación, punto que en muchos casos me ha hecho quedar mal, cohibido y hasta con dolores de mandíbula. Aún no he dejado descansar nada, ni la ropa, que a estas horas tan avanzadas a de tener una pestilencia si se le examina a quema ropa, pero, que no es el primero ni el último ni el único, porque la vida está invadida de una legión insubordinada de peros peludos falsarios y arrugados que no dejan escapar frase alguna. Pero la cuestión con resoplidos amenazantes viene creyéndose conato de tornado. Eso en tierra de volcanes no significa nada, y me tranquilizo, pues aún no llega la llamada y hasta veo como si el teléfono también estuviera ansioso, con ganas de timbrar. Aquí ese idioma no sólo es obligatorio por cuestiones académicas, en la mayor parte de los casos lo exige la posición. Y es que siendo influencia de la falsa Roma (la Roma de nuestros tiempos) no se podría esperar algo distinto al más grande de los signos negativos. Pero, “a Roma por todo”, y ya lo he pensado bastante bien, aunque poco tiempo se podría creer me ha quedado. Y que llegue la última llamada, no importa, la contestaré en ese idioma con la mejor de mis cartas, para que no me ubiquen en los primeros niveles como si todavía fuera un crío. ¡Sí señor¡

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