domingo, 19 de noviembre de 2006

Claudio López Ríos


Discurso de 10 minutos

Todas las mañanas Luis se levanta a las seis cuarenta y cinco. Se baña, se rasura, se viste. Prende la televisión, desayuna por compromiso. Sale de la casa, cierra con doble llave, baja las gradas, no saluda a su vecina porque ella nunca le devolvió su saludo hecho durante un mes. Camina hasta el parqueo de las camionetas. Sube a la camioneta 201, ruta al Obelisco, Terminal y Parque. Encuentra un lugar, de esos lugares que en las mañanas están fríos, nadie los ha ocupado. Se sienta, siempre pegado a la ventana del lado donde el sol no pega. La camioneta se llena con la misma gente de ayer, de anteayer, de la semana pasada. Muchas veces ha dormido, pero hoy no encuentra disponible el vidrio de la ventana para recostar su cabeza, pues no hay tal. Ésta camioneta sufrió destrozos durante la protesta por el alza. Piensa cambiarse pero la camioneta ya se ha llenado. Ve a su alrededor. Busca a la canchita flaquita que se sube dos cuadras después. Siempre se sonríen al verse. Se recuerda de la primera vez que se subieron en el mismo bus. Uno al otro se vieron y sonrieron. Es la forma de decir buenos días a una diosa, piensa. Hoy no está en la parada. ¿Estará enferma? Piensa. Siente que se le ha derrumbado el discurso que pensó anoche antes de dormirse. Esto le valía como una oración, pues pedía al destino valor para decirlo. Pero la chiquilla viene corriendo tratando de detener el bus. Dale alas, le pide al cielo. Pero un diablo le dio un golpe en la cabeza y lo hizo gritar: “Suben, suben”. Una señora mal encarada se ha sentado el lugar que en el orden adecuado de los deseos de Luis debía ser ocupado por la flaquita. El diablo le da otro golpecito, pero un ángel lo ahorca y no puede decir nada. El ángel es un hipócrita y el diablo un insensato. La flaquita ni lo volteó a ver y se sentó atrás. El esbozo de sonrisa se quedó en el aire hasta que lo cachó la señora mal encarada que hizo un sonido de incomodidad haciendo a la sonrisa llorar de impotencia. Maldito despertador, hipótesis lanzada. Maldito marido, hipótesis alternativa. Prefería la primera. Pero si algo prefería es atreverse de una vez en comprobar las hipótesis.

Pensar es la actividad del hombre de ciudad que se puede realizar bien en las camionetas. A ésta hora no hay vendedores, drogadictos reformados, ni payasos. Las camionetas van tan apretadas que es común ver gente entre las puertas, y colgando de ellas. Además de la flaquita, no tenía nada en que pensar. La trayectoria es larga, y el frío de la mañana que entra despeinando la cabellera castaña de Luis, lo hace estornudar varias veces. La flaquita que se ha bajado al no más llegar a la avenida principal, quince minutos atrás. El discurso de anoche le había salido fenomenal. Primero, le iba preguntar su nombre con la excusa de ponerle nombre a una estrella que entraba todas las noches a su cuarto. Que la estrella atravesaba el vidrio y la cortina y se colocaba sobre su pequeña cajita de recuerdos. Solo tenía dos cosas en su cajita. Un mechón de cabellos de su abuelita, que él le había cortado mientras dormía en las tardes en el sillón del corredor. La otra cosa era un diente, el que le fue botado por el puño de Marlon, que luego de ver el diente en el suelo y recogérselo, se hizo su amigo más grande, hasta que murió el año pasado de un tumor cerebral. Había medido su tiempo para que le alcanzara hasta la parada en que desafortunadamente ella bajara. Diez minutos exactos, dando la posibilidad de respuesta de ella. Su argumento era que la misma luz que se veía al anochecer sobre la cajita era la misma que aparecía en su sonrisa al subirse ella en la camioneta. La señora mal encarada se cubría la boca por el viento que entraba por la ventana. Luis la vio y sintió una extraña llamada de su interior, lo que sentía que iba a hacer, nada tenía que ver con el demonio y el ángel que lo acosaban. Era un sentimiento humano, inspirado en el hombre y en lo que lo rodea.

«¿Cómo se llama señora?» La señora lloró al final. Le dijo a que tenía muchos problemas y muchos miedos, pero que hoy ella se sentía feliz. Le agradeció todo y se bajo con una sonrisa que calentaba los pulmones y corazón de Luis. La señora nunca volvió a coincidir en una camioneta con Luis. A la mañana siguiente le contó a la flaquita en menos de diez segundos que se sentía feliz de ver su sonrisa todas las mañanas. Ella le agradeció sus palabras, cuando se bajo de la camioneta iba feliz. Nunca volvió a coincidir con la flaquita en una camioneta, porque renunció a su trabajo ese día en que por fin logró hablarle. Llevaba una pequeña maleta y una cajita, iba con rumbo desconocido para todos nosotros. Hoy la estrella de muchos nombres lo acompaña y no sabemos donde estará diciendo el mejor discurso de diez minutos hecho hasta ahora.

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