domingo, 19 de noviembre de 2006

JRenato Buezo


El retrato

En ese momento repentino cuando apagaba el monitor, volteó hacía la fotografía. Escuchó el sonido de la máquina yéndose como si de verdad estuviera implorando. Juntas las manos fue despojándolas de alhajas y tensiones, también se quitó el reloj pero no vio la hora. En la fotografía, recostadas en una farola, la camisa a cuadros y la pequeña redondez de la barriga en la plaza Abril, sostenían toda la vida. «Eran buenos tiempos», pensó. Le gustaba ver al retrato, como le cambiaba de formas la sonrisa protuberante. «A veces siento como si se carcajeara —dijo —claro, sólo son recuerdos.» Se acercó al aparador y de puntillas tomó la fotografía. El agua empezó a bullir en la cocina. Quiso llegar a la habitación de al lado llevando apretujado contra el pecho al cuadro, pero se quedó en la entrada, temblando. La puerta era negra, la cama aún desordenada, en ambos lados las mesitas lucían fotografías donde estaban juntos. El sonido de sus lágrimas se mezcló con el del agua que bullía desapareciendo en la nube húmeda que bajaba desde las esquinas de los recovecos todas las noches. Triste, su cuerpo se deslizó por la pared amarilla donde había un colgador de llaves en forma de búho. Sostuvo el retrato sobre las piernas recogidas, mientras, las últimas gotas aisladas en la olla pedían clemencia en un solo grito. Con líquidos viscosos sobre los labios y lágrimas derramadas en el rostro, puso la frente desesperada sobre el vidrio gélido, creyendo que la ponía sobre la frente sonriente y estática del retrato. Imaginó que sus manos despojadas se metían sin tapujos entre las manos del retrato, y apretó fuerte. «Son como antes —esta vez lo pensó —grandes y tibias.» Sacó la derecha con los ojos caídos, como mirando las botas oscuras en la fotografía. Recorrió el rostro con la punta temblorosa del índice. El cuello le pareció más suave, detuvo el dedo en el tercer botón de la camisa y lo desabrochó, así continuó hasta el último. Hizo lo mismo con la suya, después metió la derecha entre su abultado pecho desnudo. La izquierda soltó las manos del retrato para meterse dentro del claro que dejaban los extremos de la camisa a cuadros. Un poco más arriba sintió los latidos. «Ojalá, fuera cierto», suspiró, sacando la argolla dorada de la bolsa de la camisa. La colocó entre el cuadro y sus respiraciones; después de verla unos minutos dejó libre la izquierda, y ésta fue acercándose con el anular extendido, como el primer día de matrimonio.

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