domingo, 19 de noviembre de 2006

JRenato Buezo


El taxista de noche buena

Diablo, gritó la mujer. Él iba pensando en eso cuando pidió detener el taxi en una esquina de la calle Martí, donde no funcionaba el semáforo. Dejó caer el billete gastado sobre el largo asiento delantero. Al ver la tosca, ancha y seria mirada del hombre metida en el pedacito de espejo pegado sobre el retrovisor, se molestó —el taxista observaba sin voltear, todos sus movimientos—. No le pidió el cambio, no le importó. Vio el relojpulsera con cristales en las puntas de las agujas; todavía le quedaban veinte minutos. Empujó la pesada puerta amarilla —el taxista se había detenido junto a una venta callejera de adornos navideños—, Guzmán no pudo abrir por completo; la redondez del guardafango y la maleta obscura le impedían moverse con libertad. «Qué días, qué malditas fechas», dijo refunfuñando. El taxista se permitió una discreta sonrisa al recordar que las ventas estaban allí todo el año: el día del trabajo, el de la revolución, y el de los muertos, y el de la virgen, y el de la quema del diablo, y el de los reyes, y el de la navidad, y el de todos los días para los cuales siempre había quien pudiera y quisiera comprar cualquier porquería, viejo pendejo, dijo sin quitar la mirada del hombre encorvado en que se había convertido Guzmán. Sacó de la guantera un papel doblado donde llevaba anotada la lista de compromisos; lo desdobló. Encendió la radio, dio unas vueltas al sintonizador y se detuvo en la frecuencia donde sonaba “Cascabel, cascabel, dulce cascabel”, así se quedó organizando la lista con un pedazo de lápiz que mojaba en la lengua cada vez que creía necesario trazar una línea. A veces regresaba la sonrisa cuando recordaba el plan de la bomba, luego arrancó sin acordarse del semáforo y con el enojo que le causaba el viejo al somatar la puerta. El tráfico era fluido, siempre lo era, pero en esas fechas de paz, que aún no entendía, de sus conciudadanos afloraba el más extraño salvajismo. Guzmán se alejó unos pasos, luego se detuvo frente a un niño que le ofrecía llaveros con fotografías de desnudos femeninos.

—El único género artístico que se atreve a mostrar sin pudor el sexo teniendo sexo, es el que tú ofreces como si fuera la fotografía de Santa Clos, ahora, en plenas fechas navideñas.

—Es que esto siempre lo compran—se excusó el niño —.

—Sí, te entiendo —dijo, alborotándole la cabeza —.

Volvió a ver el reloj, todavía estaba en tiempo.

—Luego, cuando esté de vuelta te compró uno.

—Lléveselo y me lo paga de regreso.

— ¡Ajá! ahora resulta que los mocosos tienen técnicas más efectivas para los negocios —dijo tomando un llavero —.

Atrás, el estruendo fue aparatoso. Ambos, Guzmán y el niño, hicieron el movimiento involuntario de la autoprotección. Algunos de los llaveros volaron sobre la cabeza del infante, los otros cayeron frente a Guzmán. La mancha grasosa de su huella digital quedó impresa sobre el abdomen y el sexo diáfano del retrato. Por un momento creyó que alguien sí había puesto la bomba en el carro viejo de la panadería que cada mañana parqueaban frente a la entrada del mercado 20 de octubre, donde la madre del niño, amante de García, un capitán de la policía municipal que le había prohibido a Guzmán instalarse en el medio de la amplia banqueta que mediaba entre la congestionada, sucia y a veces hasta maloliente calle, y el concurrido comedor donde ella, de delantal y ojos claros, lo veía con aire de amenaza mientras él se quedaba parado con la maleta colgando en la punta de los dedos. —Fue un choque —le dijo el niño cuando ya todo se hubo calmado —.

Guzmán se levantó con un presentimiento indómito que se extendía por atrás de las orejas a todo el cuello, como una avanzada de calor igual a las que le sucedían después del primer trago. El alboroto no lo dejó ver con claridad, no era de esos que necesitan ver por curiosidad, siempre que ocurría algo prefería largarse, pero ahora el presentimiento era como los pellizcos de su madre cuando lo hostigaban para que hiciera algo.

— ¿Puedes guardarme la maleta? — le dijo al niño que se le quedó mirando como si le preguntara mil veces la misma cosa —no dejes que tu madre se entere, tú sabrás donde esconderla.

—Si mi mamá me ve llegar con una maleta, va a preguntar, y si se entera que es suya...

—Ni el cielo lo quiera. Tú llévate la maleta, la escondes bien sin que tu mamá se de cuenta, que yo regreso tan pronto como averigüe lo sucedido.

Bajó la maleta frente a las piernas raudas del niño. Hizo un giro sobre la rodilla que más le dolía. Los pasos cortos y lentos dejaron en el reloj el tiempo necesario. A veces podía ver con más claridad el alboroto del accidente, aunque esos momentos eran repentinos y no le dieron tiempo nada más que para pensar en lo que siempre le decía a su hijo, que era como un sermón repetitivo que ya ni siquiera le sonaba a plan; y el hijo con la mirada atenta al camino apretaba uno a uno los dedos en el volante, como una forma de liberar el grito que no se permitía por respeto al viejo engarabatado que cada vez le iba pareciendo su padre. «Lo de la bomba nunca te lo creíste, hijo, pero ganas de ponerla no me faltaron», dijo —cuando distinguió en el desmesurado bulto arrugado el color amarillo del taxi —, como si de verdad fuera en el asiento trasero y el hijo le dirigiera miradas escondidas por el pedacito de espejo pegado en el retrovisor.

El niño llegó luchando contra la correntada de curiosos. Traía abrazados algunos de los llaveros y con la otra mano jalaba la maleta con el resto de llaveros encima, que a veces brincaban por las graditas del piso.

— ¿Qué pasó? —preguntó la madre limpiándose las manos en el delantal —.

—Nada, el hijo de don Guzmán que tuvo un accidente en la esquina.

—No me digas que ese maletín es el del viejo.

—No, mamá.

— ¿No sabes lo que carga? ¿No te lo dije ya? son culebras, venenos, puras porquerías del Diablo.

Guzmán llevaba lágrimas por brotar. Alguien le tomó del hombro gritando que él era el padre. Un bombero de la municipal se acercaba cuando se quitaba el casco y lo metía debajo del brazo izquierdo con la mueca de la boca anunciando la muerte. En el comedor los dos mazacuates y la madre coral se retorcían alocadas dentro de la maleta ardiendo. Los llaveros achicharrados explotaban regados en la hoguera. El niño se quedó sin decir nada, sin creer que lo que se quemaba fueran puras cosas del Diablo.

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