domingo, 19 de noviembre de 2006

JRenato Buezo


¿De política? No, de eso no sé nada

Cuento ganador del primer lugar del Concurso de Cuento Fundación Myrna Mack 2006

I

Dos minutos antes de la maniobra, como un presagio, un espanto repentino asomó mirando desde adentro de sus ojos trasnochados. Tomó conciencia.

—Sin miedo, Ocaña, es sólo un simulacro de rutina —le iba diciendo el capitán mientras lo conducía del brazo helado —.

A su compañero ya le tenían de espaldas al paredón.

II

La noche anterior, detrás del edificio donde estaban las regaderas, dos reclutas fumaban tabaco oscuro en el jardín de begonias y rosas abandonadas. Ocaña sacudió el agua de su cuerpo con la mano del anillo marital, luego usó la toalla. Inclinó la mirada al ventanal en la parte superior: los reclutas ya no hablaban, respiró lento y profundo. Un hilo de humo asomó a sus fosas dilatadas como una ironía imperceptible. Dos gotas, una tras de la otra, llegaron persiguiéndose hasta estrellarse en sus facciones contraídas: «La primera —pensó —, anuncia la llegada y el daño de la segunda.» Envuelto en la pieza blanca fue por un cigarrillo, caminó descalzo hasta el corredor que formaban la fila de setos con la pared del edificio. Volvió a pensar: «La primera anuncia todo eso, pero no se da cuenta que hace tanto daño como la otra.» Estuvo por dar la vuelta, cuando los oyó murmurar. Detuvo la marcha. Giró sobre los talones, a punto estuvo de dar un taconazo. Retrocedió hasta la pared. Pegado dejó que el frío se regara desde el muro a toda la espalda. Los reclutas volvieron a decir algo, no escuchó con claridad. Inclinó el torso, «son varios», dijo el que miraba a las begonias. Él supo que los habían descubierto.

III

—A mí me trajeron a la fuerza, yo no quería venir aquí. Y a donde usted nos quiere enviar el día de descanso, allí vive gente que conozco desde toda la vida.

—Silencio, Ocaña —le interrumpió el capitán —.

Pensaba en el miedo, en que después de todo aquello una ansiedad fóbica le impediría ver de frente el rostro de cualquiera. Ya no entendería el silencio largo que deja la lluvia, buscaría el espacio oscuro de las camas cuando los truenos anunciaran aguaceros.

—Simulacro, ¿de qué tipo?

—Tranquilo, Ocaña —le advirtió el capitán. Seguido de un largo silencio volvió a repetir:—Tranquilo —dijo y se detuvo.

Las palabras se le quedaron clavadas en la expresión del rostro, en las cicatrices toscas de sus manos. Luego, de súbito, continuó:

—De fusilamiento.

—¿De fusilamiento?

—Usted no se altere, todo está en regla.

IV

Uno de los sargentos le entregó un máuser que recibió mecánicamente con el mismo movimiento reglamentario de siempre. Se cuadró mientras a su compañero de cuadra lo colocaban en la línea pintada con cal frente al paredón. Entre las dos manos sintió que le temblaba el arma. «Pasar por las armas, así lo llaman», pensó con la mirada puesta en la mirada triste de su amigo. «Es un simulacro», movió los labios en silencio, como para que el otro entendiera, luego le entregaron una bala.

—Cárguelo —le ordenó el capitán —.

En ese momento fijó la mirada en el máuser, era un arma burda. La bala no entró en la recámara.

—No le hace —dijo —.

El capitán mandó al sargento que le había entregado la bala, cargara el máuser.

En el movimiento, Ocaña, perdió la secuencia de los pasos. El sargento había puesto en la recámara un fulminante, luego le entregó el arma. Ocaña reaccionó al recibir el máuser con un movimiento parecido al primero.

En voz alta ordenó el capitán:

—Posición. Apunte.

Ocaña hizo lo necesario para disparar desde el hombro. «Estoy mecanizado —pensó —, yo nunca quise estar aquí. Ahora soy otro igual.» Su compañero bajó la mirada, en el rostro algo delataba la turbidez que ya tenía invadida su alma, una mezcla de sudor frío y lágrimas se mezcló cerca de su boca, Ocaña no pudo verlo.

—Yo ni sé que es la política — dijo en voz baja, como un consuelo —, si quise hacer algo fue por mi familia.

—Hable fuerte, Ocaña.

—Digo que no sé por qué nos hace esto.

—Es un pinche simulacro, Ocaña. Aquí nadie se muere si yo no lo ordeno.

V

Ocaña consideró una descarga fuerte cerca del pecho, la locura de verse más allá del día de descanso como el asesino de su compañero, y el que cobardemente atacaría a su familia desarmada, lo fue llevando hasta aquel estado hipnótico donde desde afuera sintió llegar la locura de una fusilería.

—Fuego —gritó el capitán —.

La explosión del arma lo desconcertó y en sus oídos el máuser reía a carcajadas. Enceguecido fijó la mirada en la mancha amarilla que ahora era su compañero. Poco a poco fue disipándose aquella luz que al fondo temblaba de pie. El capitán doblado de la risa mandó cargar de nuevo el arma. Esta vez Ocaña vio entre los dedos del sargento el reflejo del cascabillo contrastando con la protuberancia opaca del plomo en la ojiva. El sargento le arrebató el arma que aún estaba caliente, la cubrió con la misma técnica y la cargó. Ocaña la recibió con el mismo orden y exactitud en los movimientos.

—Monte esa mierda, Ocaña —aún le brotaba la risa a carcajadas —. Apunte.

—Esta vez no, mi capitán. Ya se acabó el simulacro.

El temple de su voz erizó la espalda peluda del hombre que encabezaba la tropa.

—Las ordenes aquí las da su capitán. Apunte.

Ocaña fue subiendo lento, como si le pesara el máuser, como si ya llevara dentro la muerte de su amigo. Apuntando desde el hombro abrió un poco más las piernas.

—La última, Ocaña, y nos vamos. Dispare de una buena vez... Que dispare, qué chingados, Ocaña.

—Ya no, mi capitán.

El capitán giró la cabeza paralela a un circulo imaginario a dos palmos de su frente. El manto oscuro de la impaciencia comenzaba por cubrir su alegría.

—Ocaña, al paredón —ordenó —.

El sargento no pudo moverse, sintió que aquella disputa era entre esos dos hombres donde se sintió atrapado. Retrocedió dos pasos esperando una orden, pero el capitán no habló. Ocaña permanecía con temple en la misma posición.

—Voy a disparar —dijo —.

—Así me gusta —celebró el capitán, levantando las manos y la mirada hacía el cielo.

Luego dejó que el tirador se acomodara, no quiso distraerlo, la orden de matar a cualquiera para después incriminar a Ocaña, estaba por cumplirse. Las rodillas blancas de su compañero habían desbaratado la rectitud de la línea encalada: las dos veces le dejaron caer una cubeta rebosante con agua de pozo, las dos veces se levantó llorando. Ocaña lo vio al fondo dentro de un charco oscuro, y creyó que el hombre se había orinado. La rabia le fue subiendo al pecho, se le fue a enquistar en las manos, en toda la largura de los dedos ardorosos de cólera. Sobre su cintura el conjunto de tronco y máuser giró repentino y exacto. El capitán vio salir un trueno largo desde adentro de aquellos ojos trasnochados.

VI

—Es el loquito ese, el de la celda 18 —dijo uno señalándolo con el dedo incompleto —.

—¿El de la 18?

—Sí, mañana se lo vuelan. Crimen político, dicen.

—Ah... ¿es de los rebeldes?

—Ajá, fue él quien mató a mi capitán Gutiérrez de un tiro justito aquí, entre los dos ojos.

Denise Phé Funchal




Adiós


Se taparán los poros, la angustia jugará a tocar a la ventana

te espiará la arena,

saludará en coro

te arrullará mientras finjís dormir.

Vanessa Núñez Handal


Diario de una madre suicida

Ayer percibí miedo en las letras de tus ojos. Esas que enmarcan tu alma en espirales de hojas empastadas y se concentran en ver pasar la representación de tu vida. ¿Eres feliz? Y es un eco a penas. Los gritos vendrán después. Después de que las arrugas hayan enmarcado tu mirada y los cigarros hayan amargado tu lengua hosca. Cuando ya no quede más que volver atrás y te des cuenta que no lograste más que repetir sus pasos tropezados, que casi te han hecho caer pero que a ella la arrojaron a un hoyo seis pies bajo tierra. Ella, igual que tú, amaba el arte. Probó pintar, bailar, cantar y hasta entregarse, pero luego, cuando ya todas las técnicas le habían fallado, sólo le quedó la escritura. De ella lo heredaste. Por ella comenzaste a plasmar tus lamentos en páginas de papel periódico. Los considerabas irrelevantes y efímeros. Como todo lo que hasta entonces habías hecho. Pero tu escritura no lo fue. Por ella preservaste tu vida, y has logrado sobrevivir diez años más. Es un misterio cómo llegó su diario a tus manos. ¿Te lo mandaría ella del más allá? Imposible. Debió dejárselo encargado a algún pariente que luego lo envió por DHL. Así funcionan hoy las cosas. Hasta los muertos han dejado de asustar. ¿Qué sentiste cuando lo viste? ¿Cuándo descubriste que dentro de aquella bolsa plástica que te costó tanto romper venía su letra aglutinada en ideas? Ideas que se fueron transformando en pesadillas. Y no eran pesadillas cualquiera, sino las más íntimas. Esas que sólo se dicen a un diario o a cualquiera cuando se está borracho. ¿Creíste que era una broma, no es cierto? Pero entonces comenzaste a encontrar en ese lacónico mundo de arañas vanidosas referencias certeras de tu vida y los tuyos. Ahí descubriste que no había vuelta atrás. Fue entonces cuando supiste que Alberto no era tu hermano, sino tu medio hermano. Pero nadie conoció a su padre. ¿O era la madre la que faltaba? Y que la Lucy era adoptada. Quién iba a decir que esa prima tuya, tan altanera y menuda, resultaría ser la entenada de la casa. Pero jamás se lo dirás, aunque la odies. Eso pedía tu madre al final de la página. Que antes de quitar la grapa que sujetaba las páginas siguientes debías prometer que no revelarías los secretos que ahí verías. Qué difícil se te hizo entonces avanzar. Hubieras querido quemarlo, igual que has hecho con tus poemas más pretenciosos. ¿Qué razón tenía poseer secretos que no pueden gritarse? Aún te lamentabas de tu mala suerte, cuando llegaste al 12 de abril del 84. Ahí, con tinta incolora te enteraste de tu padre. Venga uno a saber esas cosas tan tarde. Ahora que ya estabas nivelando tu vida, luego de vencer adicciones, traumas y psicosis. Luego de gastarte una fortuna en psicólogos y adivinos: cuando hubiera sido tan fácil descubrir la verdad. Pero cómo podías saberlo, si a él nunca lo viste. Acaso el día que te lo encontraste en la calle. Estabas tan seguro que era él. Lo supiste por instinto. Luego sobrevinieron las ganas de acercarte a saludarlo. ¿Y decirle qué? ¿Qué se le dice a un padre que deambula muerto por las calles? Luego pensaste en gritarle, pero lo dejaste pasar. Pasó sin verte. Sin darse cuenta que tras de él dejaba una estela de amargura y odio que nunca pudiste lavarte del cuerpo. Ni con jabón ni con tragos. Y tu madre que siempre dijo que estaba muerto, incluso lo negó dos veces esa mañana. Y tú le creíste. Le creíste sin creer, porque era más cómodo creerle que preguntar porqué. Ahora lo sabes. Y ya es tarde para gritarle. Se fue de largo. La siguiente página no contenía mucho. Sólo eran dibujos. Dibujos con tinta verde sobre rayas azules. Quizás un amor frustrado, un crimen, una orgía. ¿Qué sabías tú? ¿Qué más daba? ¿Acaso las mamás no tienen derecho también de divertirse? No, la tuya no. La tuya era una santa. Santa a tus ojos, porque mira que habrías de enterarte de cada cosa en las siguientes páginas. Cómo debió haberte dolido. Pero fue simpático saber del amante de tu tía Amparo. ¿No es cierto? Esa viejecita de ahora noventa y pico de años, que siempre fue un ejemplo de moral y devoción al tío Fredy. Pobre tío Fredy. La pata negra y orgulloso ante el mundo. La trataba mal, es cierto, pero era una rutina de amor. El tío Fredy no quiso jamás ofenderla cuando la humillaba en público. Ella agachaba el rostro. Cómo debió haberse reído de él entonces. Una pena que el tío jamás se enterara de Armando. Tenía nombre de artista: Armando. ¿Aparecerá en alguna de las fotografías que tu madre te regaló tiempo antes de que…? Sí, ya sé que no te gusta que mencione esa palabra. Pero ¿cómo la llamamos? ¿Su deceso? Esa expresión no le aplica, bien sabes. Porque eso se dice cuando la gente muere en paz, rodeados de gente que los quiere. En cambio tu madre… Está bien, cambiemos de tema. Sé que te pone furioso. Seguime contando, ¿hablaba sobre vos en algún lado?

Edwin Enrique Soria Júarez


Soliloquio

Quizá todo se resuma en el juego de palabras que los viejos predican, aquél sobre la existencia de las tres verdades: la tuya, la mía y la verdadera. Claro, si es que existe la verdad verdadera, que a veces nada más es una propia construcción mental y eso, si no se demuestra, dista de ser una verdad: es nada más un pensamiento, a lo sumo.

De esta forma, Caín especuló mientras preparaba los alimentos, el fruto de la tierra que Dios no quiso recibir.

JRenato Buezo


El taxista de noche buena

Diablo, gritó la mujer. Él iba pensando en eso cuando pidió detener el taxi en una esquina de la calle Martí, donde no funcionaba el semáforo. Dejó caer el billete gastado sobre el largo asiento delantero. Al ver la tosca, ancha y seria mirada del hombre metida en el pedacito de espejo pegado sobre el retrovisor, se molestó —el taxista observaba sin voltear, todos sus movimientos—. No le pidió el cambio, no le importó. Vio el relojpulsera con cristales en las puntas de las agujas; todavía le quedaban veinte minutos. Empujó la pesada puerta amarilla —el taxista se había detenido junto a una venta callejera de adornos navideños—, Guzmán no pudo abrir por completo; la redondez del guardafango y la maleta obscura le impedían moverse con libertad. «Qué días, qué malditas fechas», dijo refunfuñando. El taxista se permitió una discreta sonrisa al recordar que las ventas estaban allí todo el año: el día del trabajo, el de la revolución, y el de los muertos, y el de la virgen, y el de la quema del diablo, y el de los reyes, y el de la navidad, y el de todos los días para los cuales siempre había quien pudiera y quisiera comprar cualquier porquería, viejo pendejo, dijo sin quitar la mirada del hombre encorvado en que se había convertido Guzmán. Sacó de la guantera un papel doblado donde llevaba anotada la lista de compromisos; lo desdobló. Encendió la radio, dio unas vueltas al sintonizador y se detuvo en la frecuencia donde sonaba “Cascabel, cascabel, dulce cascabel”, así se quedó organizando la lista con un pedazo de lápiz que mojaba en la lengua cada vez que creía necesario trazar una línea. A veces regresaba la sonrisa cuando recordaba el plan de la bomba, luego arrancó sin acordarse del semáforo y con el enojo que le causaba el viejo al somatar la puerta. El tráfico era fluido, siempre lo era, pero en esas fechas de paz, que aún no entendía, de sus conciudadanos afloraba el más extraño salvajismo. Guzmán se alejó unos pasos, luego se detuvo frente a un niño que le ofrecía llaveros con fotografías de desnudos femeninos.

—El único género artístico que se atreve a mostrar sin pudor el sexo teniendo sexo, es el que tú ofreces como si fuera la fotografía de Santa Clos, ahora, en plenas fechas navideñas.

—Es que esto siempre lo compran—se excusó el niño —.

—Sí, te entiendo —dijo, alborotándole la cabeza —.

Volvió a ver el reloj, todavía estaba en tiempo.

—Luego, cuando esté de vuelta te compró uno.

—Lléveselo y me lo paga de regreso.

— ¡Ajá! ahora resulta que los mocosos tienen técnicas más efectivas para los negocios —dijo tomando un llavero —.

Atrás, el estruendo fue aparatoso. Ambos, Guzmán y el niño, hicieron el movimiento involuntario de la autoprotección. Algunos de los llaveros volaron sobre la cabeza del infante, los otros cayeron frente a Guzmán. La mancha grasosa de su huella digital quedó impresa sobre el abdomen y el sexo diáfano del retrato. Por un momento creyó que alguien sí había puesto la bomba en el carro viejo de la panadería que cada mañana parqueaban frente a la entrada del mercado 20 de octubre, donde la madre del niño, amante de García, un capitán de la policía municipal que le había prohibido a Guzmán instalarse en el medio de la amplia banqueta que mediaba entre la congestionada, sucia y a veces hasta maloliente calle, y el concurrido comedor donde ella, de delantal y ojos claros, lo veía con aire de amenaza mientras él se quedaba parado con la maleta colgando en la punta de los dedos. —Fue un choque —le dijo el niño cuando ya todo se hubo calmado —.

Guzmán se levantó con un presentimiento indómito que se extendía por atrás de las orejas a todo el cuello, como una avanzada de calor igual a las que le sucedían después del primer trago. El alboroto no lo dejó ver con claridad, no era de esos que necesitan ver por curiosidad, siempre que ocurría algo prefería largarse, pero ahora el presentimiento era como los pellizcos de su madre cuando lo hostigaban para que hiciera algo.

— ¿Puedes guardarme la maleta? — le dijo al niño que se le quedó mirando como si le preguntara mil veces la misma cosa —no dejes que tu madre se entere, tú sabrás donde esconderla.

—Si mi mamá me ve llegar con una maleta, va a preguntar, y si se entera que es suya...

—Ni el cielo lo quiera. Tú llévate la maleta, la escondes bien sin que tu mamá se de cuenta, que yo regreso tan pronto como averigüe lo sucedido.

Bajó la maleta frente a las piernas raudas del niño. Hizo un giro sobre la rodilla que más le dolía. Los pasos cortos y lentos dejaron en el reloj el tiempo necesario. A veces podía ver con más claridad el alboroto del accidente, aunque esos momentos eran repentinos y no le dieron tiempo nada más que para pensar en lo que siempre le decía a su hijo, que era como un sermón repetitivo que ya ni siquiera le sonaba a plan; y el hijo con la mirada atenta al camino apretaba uno a uno los dedos en el volante, como una forma de liberar el grito que no se permitía por respeto al viejo engarabatado que cada vez le iba pareciendo su padre. «Lo de la bomba nunca te lo creíste, hijo, pero ganas de ponerla no me faltaron», dijo —cuando distinguió en el desmesurado bulto arrugado el color amarillo del taxi —, como si de verdad fuera en el asiento trasero y el hijo le dirigiera miradas escondidas por el pedacito de espejo pegado en el retrovisor.

El niño llegó luchando contra la correntada de curiosos. Traía abrazados algunos de los llaveros y con la otra mano jalaba la maleta con el resto de llaveros encima, que a veces brincaban por las graditas del piso.

— ¿Qué pasó? —preguntó la madre limpiándose las manos en el delantal —.

—Nada, el hijo de don Guzmán que tuvo un accidente en la esquina.

—No me digas que ese maletín es el del viejo.

—No, mamá.

— ¿No sabes lo que carga? ¿No te lo dije ya? son culebras, venenos, puras porquerías del Diablo.

Guzmán llevaba lágrimas por brotar. Alguien le tomó del hombro gritando que él era el padre. Un bombero de la municipal se acercaba cuando se quitaba el casco y lo metía debajo del brazo izquierdo con la mueca de la boca anunciando la muerte. En el comedor los dos mazacuates y la madre coral se retorcían alocadas dentro de la maleta ardiendo. Los llaveros achicharrados explotaban regados en la hoguera. El niño se quedó sin decir nada, sin creer que lo que se quemaba fueran puras cosas del Diablo.

JRenato Buezo


El retrato

En ese momento repentino cuando apagaba el monitor, volteó hacía la fotografía. Escuchó el sonido de la máquina yéndose como si de verdad estuviera implorando. Juntas las manos fue despojándolas de alhajas y tensiones, también se quitó el reloj pero no vio la hora. En la fotografía, recostadas en una farola, la camisa a cuadros y la pequeña redondez de la barriga en la plaza Abril, sostenían toda la vida. «Eran buenos tiempos», pensó. Le gustaba ver al retrato, como le cambiaba de formas la sonrisa protuberante. «A veces siento como si se carcajeara —dijo —claro, sólo son recuerdos.» Se acercó al aparador y de puntillas tomó la fotografía. El agua empezó a bullir en la cocina. Quiso llegar a la habitación de al lado llevando apretujado contra el pecho al cuadro, pero se quedó en la entrada, temblando. La puerta era negra, la cama aún desordenada, en ambos lados las mesitas lucían fotografías donde estaban juntos. El sonido de sus lágrimas se mezcló con el del agua que bullía desapareciendo en la nube húmeda que bajaba desde las esquinas de los recovecos todas las noches. Triste, su cuerpo se deslizó por la pared amarilla donde había un colgador de llaves en forma de búho. Sostuvo el retrato sobre las piernas recogidas, mientras, las últimas gotas aisladas en la olla pedían clemencia en un solo grito. Con líquidos viscosos sobre los labios y lágrimas derramadas en el rostro, puso la frente desesperada sobre el vidrio gélido, creyendo que la ponía sobre la frente sonriente y estática del retrato. Imaginó que sus manos despojadas se metían sin tapujos entre las manos del retrato, y apretó fuerte. «Son como antes —esta vez lo pensó —grandes y tibias.» Sacó la derecha con los ojos caídos, como mirando las botas oscuras en la fotografía. Recorrió el rostro con la punta temblorosa del índice. El cuello le pareció más suave, detuvo el dedo en el tercer botón de la camisa y lo desabrochó, así continuó hasta el último. Hizo lo mismo con la suya, después metió la derecha entre su abultado pecho desnudo. La izquierda soltó las manos del retrato para meterse dentro del claro que dejaban los extremos de la camisa a cuadros. Un poco más arriba sintió los latidos. «Ojalá, fuera cierto», suspiró, sacando la argolla dorada de la bolsa de la camisa. La colocó entre el cuadro y sus respiraciones; después de verla unos minutos dejó libre la izquierda, y ésta fue acercándose con el anular extendido, como el primer día de matrimonio.

Claudio López Ríos


Discurso de 10 minutos

Todas las mañanas Luis se levanta a las seis cuarenta y cinco. Se baña, se rasura, se viste. Prende la televisión, desayuna por compromiso. Sale de la casa, cierra con doble llave, baja las gradas, no saluda a su vecina porque ella nunca le devolvió su saludo hecho durante un mes. Camina hasta el parqueo de las camionetas. Sube a la camioneta 201, ruta al Obelisco, Terminal y Parque. Encuentra un lugar, de esos lugares que en las mañanas están fríos, nadie los ha ocupado. Se sienta, siempre pegado a la ventana del lado donde el sol no pega. La camioneta se llena con la misma gente de ayer, de anteayer, de la semana pasada. Muchas veces ha dormido, pero hoy no encuentra disponible el vidrio de la ventana para recostar su cabeza, pues no hay tal. Ésta camioneta sufrió destrozos durante la protesta por el alza. Piensa cambiarse pero la camioneta ya se ha llenado. Ve a su alrededor. Busca a la canchita flaquita que se sube dos cuadras después. Siempre se sonríen al verse. Se recuerda de la primera vez que se subieron en el mismo bus. Uno al otro se vieron y sonrieron. Es la forma de decir buenos días a una diosa, piensa. Hoy no está en la parada. ¿Estará enferma? Piensa. Siente que se le ha derrumbado el discurso que pensó anoche antes de dormirse. Esto le valía como una oración, pues pedía al destino valor para decirlo. Pero la chiquilla viene corriendo tratando de detener el bus. Dale alas, le pide al cielo. Pero un diablo le dio un golpe en la cabeza y lo hizo gritar: “Suben, suben”. Una señora mal encarada se ha sentado el lugar que en el orden adecuado de los deseos de Luis debía ser ocupado por la flaquita. El diablo le da otro golpecito, pero un ángel lo ahorca y no puede decir nada. El ángel es un hipócrita y el diablo un insensato. La flaquita ni lo volteó a ver y se sentó atrás. El esbozo de sonrisa se quedó en el aire hasta que lo cachó la señora mal encarada que hizo un sonido de incomodidad haciendo a la sonrisa llorar de impotencia. Maldito despertador, hipótesis lanzada. Maldito marido, hipótesis alternativa. Prefería la primera. Pero si algo prefería es atreverse de una vez en comprobar las hipótesis.

Pensar es la actividad del hombre de ciudad que se puede realizar bien en las camionetas. A ésta hora no hay vendedores, drogadictos reformados, ni payasos. Las camionetas van tan apretadas que es común ver gente entre las puertas, y colgando de ellas. Además de la flaquita, no tenía nada en que pensar. La trayectoria es larga, y el frío de la mañana que entra despeinando la cabellera castaña de Luis, lo hace estornudar varias veces. La flaquita que se ha bajado al no más llegar a la avenida principal, quince minutos atrás. El discurso de anoche le había salido fenomenal. Primero, le iba preguntar su nombre con la excusa de ponerle nombre a una estrella que entraba todas las noches a su cuarto. Que la estrella atravesaba el vidrio y la cortina y se colocaba sobre su pequeña cajita de recuerdos. Solo tenía dos cosas en su cajita. Un mechón de cabellos de su abuelita, que él le había cortado mientras dormía en las tardes en el sillón del corredor. La otra cosa era un diente, el que le fue botado por el puño de Marlon, que luego de ver el diente en el suelo y recogérselo, se hizo su amigo más grande, hasta que murió el año pasado de un tumor cerebral. Había medido su tiempo para que le alcanzara hasta la parada en que desafortunadamente ella bajara. Diez minutos exactos, dando la posibilidad de respuesta de ella. Su argumento era que la misma luz que se veía al anochecer sobre la cajita era la misma que aparecía en su sonrisa al subirse ella en la camioneta. La señora mal encarada se cubría la boca por el viento que entraba por la ventana. Luis la vio y sintió una extraña llamada de su interior, lo que sentía que iba a hacer, nada tenía que ver con el demonio y el ángel que lo acosaban. Era un sentimiento humano, inspirado en el hombre y en lo que lo rodea.

«¿Cómo se llama señora?» La señora lloró al final. Le dijo a que tenía muchos problemas y muchos miedos, pero que hoy ella se sentía feliz. Le agradeció todo y se bajo con una sonrisa que calentaba los pulmones y corazón de Luis. La señora nunca volvió a coincidir en una camioneta con Luis. A la mañana siguiente le contó a la flaquita en menos de diez segundos que se sentía feliz de ver su sonrisa todas las mañanas. Ella le agradeció sus palabras, cuando se bajo de la camioneta iba feliz. Nunca volvió a coincidir con la flaquita en una camioneta, porque renunció a su trabajo ese día en que por fin logró hablarle. Llevaba una pequeña maleta y una cajita, iba con rumbo desconocido para todos nosotros. Hoy la estrella de muchos nombres lo acompaña y no sabemos donde estará diciendo el mejor discurso de diez minutos hecho hasta ahora.

Denise Phé Funchal


Laberinto

Creo que el jueves habremos terminado con todo. Trajeron los ladrillos esta mañana. La prensa cuenta hoy de la devaluación de la moneda, de la boda de Ana Córdoba, de que ha muerto Don Elías Prado luego de semanas de hospitalización. Estarás cómodo. Eso es lo que importa. María llamó. Dijo que traerá flores para todos. Adornaremos la casa. Le dije que a papá le gustaban las azucenas, a los tíos las violetas y a mi pequeño Carlos las margaritas. No recuerdo los gustos de Marino. Lo que me preocupa es el espacio. La prima Carol ya tiene los planos para el segundo nivel. La otra semana empezarán los trabajos. ¿Recordás la vez que reíste a morir cuando te dije que te quería? ¿Cómo podías ser tan chico y tan cruel? Yo insistí en que no te habías dado cuenta de lo que dijiste. Mamá dijo que eras igual que papá. Vargas ha ganado la carrera este año, al menos eso puede alegrarte. Murga se quedó en la tercera vuelta, problemas técnicos dice la prensa. Ya verás que será agradable. Te va a gustar el ambiente. Raquel ha pensado en todo ¿no te parece? ¿O me vas a decir que no te gusta el paisaje de la ventana? Recordá por favor que es la ley. Nada de malas voluntades. Además estarás junto a papá, el tío Hugo, Francisco, Marino, mi pequeño Carlos. ¿No te parece conmovedor? Y sí, ahora te lo puedo decir. Fue Laurita. En un rato, cuando venga Patricia, mezclaremos el cemento. ¿Así que dalias, no? Llamaré a María para que no lo olvide. No creás que no me duele. Vos viste mi estado con Carlitos. Mamá le tenía tanta fe. Es la ley y vos mismo decías que no hay nada más fuerte que eso. Tu horóscopo dice que no descuidés los consejos de este día. He invitado a Marta, Lucrecia, Julieta, Camila, Diana y las hermanas Hernández. No cabe nadie más en casa. Por supuesto que vendrá tu Susana. Cómo pudiste. Cómo fuiste tan tonto. No mirás que los espacios se cierran. Que el concreto y las habitaciones añadidas asfixian las calles. ¿O lo hiciste a propósito? Eso de emparedar a los infieles está convirtiendo este pueblo en laberinto.

Edwin Enrique Soria Júarez


Secretos de profesión

Pocos lo saben, y quizá sólo los gatos que corretean ratones y los acercan a los elefantes: los roedores mueren de tristeza luego de espantar paquidermos.

Vanessa Núñez Handal


Su nombre ya no era

— ¿Sabes que estuve enamorada de ti durante muchos años? — preguntó ella sin malicia. Antes no se habría atrevido a decirlo. Ahora el maquillaje derretía toda barrera entre ellos. — ¿Porqué nunca dijiste nada? — preguntó Enrique por respuesta. — Habría sido inútil — respondió ella eliminando el brillo de su nariz. — Tienes razón, quizás no… — y se quedó con la mirada perdida en el espejo, mientras ella veía su reflejo sin encontrarlo. — ¿Hace cuanto nos conocemos Laura? ¿Quince, veinte años? — y soltó una bocanada de humo táctil. — Quizás más, ya perdí la cuenta. Las imágenes se superponían unas a otras y a ella le costaba ordenarlas en su mente. «Los niños también tienen noción de belleza», diría Laura años más tarde mientras sentía que el corazón le dolía, debajo de las costillas, ahí, bajo el pecho, con el oprímete vacío de la soledad obligada. Ojos pardos, dientes blancos, inmensos como rosetones. Era hermoso desde niño, bello y frágil como todo lo hermoso. Deseaba unírseles, pero no lo aceptaban. Siempre pulcro, no jugaba fútbol. Era distinto. Lo intuía. Lo acogió en su alma, con el amor congénito con que toda mujer abriga. Una niña madre de un niño simultáneo. Lo resguardó contra lluvia, tormenta y verano. Que no lo hirieran los insultos ni las murmuraciones. Durante los tres meses del viaje a Europa, lo lloró cada día y cada noche. Sólo quedaban recuerdos. Los niños no tienen ahorros. La estampa de Frankfurt pasó a ser su tesoro. Conversaban, de lo que se puede hablar en pantaloncillos. Los juegos y miradas. La complicidad entre ellos. Se escabullían de la muchedumbre. Los campos de golf eran los elegidos. Un beso. Para ella el mundo. Para él la sensación extraña del incubamiento espectral. El mundo se ampliaba como una lupa. En el centro, ahí donde la luz se concentra, él. Los defectos, los errores, lo irremediable. Los niños y las niñas no juegan juntos, porque es así, porque así ha sido desde siempre. Ella sufría. «Nunca voy a casarme». «No digas nunca». «Odio a los niños». «Te volverán loca cuando seas grande». Y la luna seguía menguando y llenándose, como el corazón fracturado de una mujer anhelante. Lo amaba. Y no podía tocarlo. Buscaba encontrar su mirada y constatar si aún la recordaba. Nunca se había ido. Sonreía tímidamente y la vida volvía a tener sentido. Una llamada esporádica, olvidé el libro, te lo presto, dos palabras, un suspiro, su perfume imaginario en las páginas flemáticas. La indiferencia. El ardor en el alma. El primer cariño. Lo besaba pensando en él. Ya estaba emponzoñada. Maldijo, intentó odiarlo. Pero sus defectos la seducían. ¿Quién es ella? Anda con Enrique. El llanto en el baño. El rimel corrido. Deseos de morirse y la muerte que no le llegaba. Dolía el silencio. La languidez del tiempo que no tiene prisa. Su espalda ancha y el bello en su cara. Ya no la necesitaba para defenderse. La enloquecía aún más. La sonrisa y su mirada tierna. La veía. El hielo daba paso a las flores. Una llamada. Un café. Hablaban sin miedos, reencontrándose. La amistad vivía, sólo había estado enferma. Pronto caricias, el cine, los besos, el auto, la cama y esa extraña sensación entre ellos. — ¿Siempre supiste? — No. — ¿Cuándo? — No fue tu culpa. — Me duele tanto. Una voz alzada lo llamaba a escena. El guardapolvo. Seguía siendo hermoso. Su nombre ya no era Enrique.

JRenato Buezo


Curso obligatorio

Hoy he recibido, por lo menos, diez llamadas. Digo “he recibido” porque no creo que este martirio haya terminado. Si hago las cuentas en un papel, colocando con claridad y sin temor los cuatro dígitos que ahora tienen los años, concluiré en toda una vida; porque tres años y algunos meses es una cantidad de tal magnitud a la que no se le puede negar el derecho constitucional de nombrársele vida. Y es que el tiempo es el tiempo, y sin él no habría vida. Así pues, bajo este argumento, puedo escribir que me he gastado toda una vida queriendo aprender ese tan envanecido idioma. Algún día, pienso, terminaré por dirigirme a alguien más que al perro con eso de “!he¡ jow”.
No pienso tomar la ducha, mucho menos acostarme sin antes recibir esa llamada, la cual será la última por instancias mías, pues seré yo quien ponga punto y final. Un idioma, se creerá, o por lo menos se creía a los diez años cuando yo cumplí esa edad, que era más que suficiente, supongo. Yo ni siquiera lo creí porque jamás mis padres, o mis maestros, mucho menos la tele, comentaron que en otras tierras existían otros idiomas. Pero ahora, Dios mío, los lingüistas no se imaginan el trabajo que tendrán sus colegas en los próximos dos mil años al holocausto. Es horrible, realmente espantoso (no me refiero al holocausto, eso habrá pasado como pasa una tormenta, pero los idiomas serán como las cucarachas). Y que ahora el mundo pretenda que nosotros los incultos asalariados del tercer mundo gastemos nuestros recursos en pretender ser cosas tan raras como: fariseos amañados, consumistas alienados, fantasiosos poliglotas; eso, señores, es una barbaridad.
Ayer me acosté tardísimo, no siempre en la tele hay películas en ese idioma con una ayuda visual para los sordos, para los pobres que apenas entienden el idioma, y para los idiotas que pretendemos aprenderlo burlando al sueño con tan evidente payasada, como si el sueño no tuviera la astucia de la muerte. Y aunque sean ya varias las noches que he padecido esta enfermedad, hoy me resisto a descansar sin antes no haber atendido esa llamada. Es suficiente como introducción dejar timbrar cuatro, cinco o seis veces el teléfono, aunque alguien me dijo, hoy precisamente, que esa especie no se cansa, que son como el Quijote, que no entienden razones y que jamás se dan —ni se darán— por vencidos.
Un idioma a veces no basta para comunicarse, pero con dos la cosa sería peor. A mí, la cabeza, se me ocurre que sufre una ansiedad agónica, y que esos dolores como de chihuahua pariendo una mancha de ballenas azules, no son más que culpas y culpas y más culpas de idiomas invasores que en la mayor parte de los casos embrutecen, pero aquí es uno solo el juguetito verbal de los faltos de personalidad. No digo más, y a punto estuve por desconectar desde la pared el cable aplastado del aparato, pero unos zapatos viejos penduleando en el cable de la línea telefónica me trajeron recuerdos de cuando me gastaba gran parte de las tardes viendo llover desde mi ventana del segundo piso, y cuando después de las lluvias quedaba un instrumento de gotas sonando entre los cables, mi ventana y el suelo agrietado. En esas tardes, sólo en esas tardes, no pensé, es decir, nunca pensé en el teléfono como teléfono, ese aparato que en casas como la mía sólo existía en la sala y con candado, no fue parte de mi vida, o por lo menos de lo que no pretendo aceptar como tal. A mi madre apenas la recuerdo con la pierna cruzada y la falda del vestido doblada con suavidad bajo la entre pierna, y el auricular entre el hombro y su cabellera murmurando mientras ella, mi madre, acicalaba sus uñas una y otra vez, otra vez y una, como la fila de gotas que chorreaba lento del cable, una y otra vez, repitiéndose en los mismos puntos como si en lugar de palabras fueran gotas las que formaran el alma estirada del instrumento. Mi madre, ahora, estará con el inalámbrico sin recordar aquellas épocas que a mi parecer no son tan lejanas, si al tiempo cronológico nos referimos; mientras, yo, espero la última llamada. Y juro que por burla contestaré en ese idioma, y lo haré con la mejor de mis cartas, y sólo será para darle el remate a la introducción; una burla enorme y certera, si bien no me falla la pronunciación, punto que en muchos casos me ha hecho quedar mal, cohibido y hasta con dolores de mandíbula. Aún no he dejado descansar nada, ni la ropa, que a estas horas tan avanzadas a de tener una pestilencia si se le examina a quema ropa, pero, que no es el primero ni el último ni el único, porque la vida está invadida de una legión insubordinada de peros peludos falsarios y arrugados que no dejan escapar frase alguna. Pero la cuestión con resoplidos amenazantes viene creyéndose conato de tornado. Eso en tierra de volcanes no significa nada, y me tranquilizo, pues aún no llega la llamada y hasta veo como si el teléfono también estuviera ansioso, con ganas de timbrar. Aquí ese idioma no sólo es obligatorio por cuestiones académicas, en la mayor parte de los casos lo exige la posición. Y es que siendo influencia de la falsa Roma (la Roma de nuestros tiempos) no se podría esperar algo distinto al más grande de los signos negativos. Pero, “a Roma por todo”, y ya lo he pensado bastante bien, aunque poco tiempo se podría creer me ha quedado. Y que llegue la última llamada, no importa, la contestaré en ese idioma con la mejor de mis cartas, para que no me ubiquen en los primeros niveles como si todavía fuera un crío. ¡Sí señor¡

Claudio López Ríos


AL ACECHO

Sólo he visto cielos verdes
desde que estoy al acecho
ahora no veo tus pelajes
tu estás entre matorrales
ahora no siento tu olor
el viento golpea mi rostro

Suelta llanto el hambre
se desgarran mis carnes
la humedad en mis patas
la muerte en mi espalda
y a donde vayas iré

Debe ser tu zancada
o tu libertad con el viento
aunque célere me acerco
siempre escapas de mis garras

Siete soles te he husmeado
siete veces te he visto huir
un sacrificio te pido para vivir

Mi sangre se hace de tu sangre
la tuya se hace del verde
mi tiempo se agota
la humedad en mis patas
la muerte en mi espalda
y a donde vayas iré

En el río te encontré
te dije soy el último
te oí decir: soy el último
vivir es algo extraño ahora
no puedo vivir sin matarte
no puedo vivir huyendo, crinaste
no sentirás la muerte, gruñí
nadie la ha sentido nunca

Salté tras de ti
yo no puedo alimentarte
el sol te da la fuerza
el sol me ofrece tu vida
la humedad en mis patas
la muerte en mis fauces
y a donde vaya te llevaré


Ahuyenté el hambre siete soles
el hambre regresó con la muerte
Era nuestro destino: vivir para morir,
morir para alimentar.
Tú fuiste el último de los míos
yo era el último de los tuyos.
y no podíamos convivir.

Vanessa Núñez Handal


Una pena terrible


Ahí estaba frente a ellos. Por fin podía verlos frente a frente.
Las luces de las cámaras y los flashes de los fotógrafos no me permitían ver con claridad sus rostros. Además, desde el incidente, mis retinas quedaron dañadas y me cuesta enfocar, sobre todo cuando hay luz. Tampoco alcanzaba a escuchar lo que hablaban, este ruido sordo me acompaña siempre desde entonces. Según me ha dicho el médico no dejaré de escucharlo nunca. Pero si me hablan de cerca, no tengo problema en distinguir los sonidos.
Recuerdo haber escuchado la explosión y luego no había nada más que silencio. Un silencio aterrador, como si el tiempo se hubiera detenido. Habría querido que alguien hablara, que me dijera lo que ocurría. Pero no había nadie a mí alrededor, sólo cuerpos fragmentados, sangre y piel por todos lados. Despojos de cuerpos pegados a las ventanas, como si fueran mariposas que intentaban escapar volando tras las luces que titilaban en la estación.
El silencio comenzó a romperse con quejidos, gritos de socorro y alaridos. Entonces me di cuenta que estaba vivo. Sentía asfixia y desesperación; tenía que salir de ahí.
La señora mayor a quien cedí mi asiento en la estación sur se encontraba ahora a mi costado. Sabía que era ella por el bolso verde con azul, que ahora se encontraba empapado de sangre sobre su regazo. A las demás personas no las conocí. Nunca las había visto en mi vida y ahora compartía con ellas el horror.
No pude en aquel momento entender por qué era el único vivo. En el hospital me dijo uno de los rescatistas que los cuerpos de las demás personas me habían servido como barrera contra las esquirlas que volaron por todas partes matando y destrozando a tantas personas que iban en el mismo vagón que yo.
Desde entonces reconstruyo en mi cabeza cada momento de la explosión, cada cosa que hice y cada uno de los cuerpos destrozados que vi esa mañana, tratando de adivinar cual de ellos me salvó la vida.
Tras unos días en el hospital, me fui a casa. Fue entonces cuando comencé a tener pesadillas y a ver personas vestidas de negro que se acercaban, incluso despierto. Debí visitar un psiquiatra durante más de veinte meses. Dice que ya estoy recuperado, pero no se ha dado cuenta que el alma es lo único que jamás recuperaré del todo.
Hace dos meses regresé por fin a mi trabajo. No es ya el mismo que antes tenía, porque mi capacidad de concentración se ha reducido en mucho. Tampoco puedo movilizarme por mi mismo, y aunque la vida me ha dado una segunda oportunidad, francamente no sé que hacer con ella.
Este día he llegado hasta aquí traído por el canal nacional de televisión. No dudo que ellos tengan intención de hacerme aparecer durante todas sus transmisiones y captar mis reacciones frente a estos cuatro individuos que hoy están juzgando.
Pero contrario a lo que pensé, no siendo odio, ya ni siquiera dolor por no recuperar la vida que antes tenía. Aunque a veces la echo de menos, pienso que no hay forma de volver atrás. Entonces analizo qué tan víctima soy en todo este caos. Pienso en lo estrecho que se les debe haber hecho el camino a estos cuatro para haber tenido que matar a tantos y hacerse oír. ¿Qué le queda a un hombre cuando las opciones se le agotan y la desesperación se incrementa hinchada de hambre, injusticias, dolor y furia? ¿Qué habré hecho para que sus vidas no valieran la pena vivirlas? Hoy por la mañana me ha preguntado un periodista qué sentía hacia los implicados. Le he contestado que una pena terrible.

Denise Phé Funchal


Mujer

Me encanta usar mi instrumento con vos, mujer.
Amo cuando se abre paso por tu carne y me permite internarme en tus cálidos líquidos.
Recuerdo haber nacido, recuerdo el rostro arrugado de la comadrona, recuerdo los sonidos de mi madre al exilarme de su cuerpo. Recuerdo los pechos con sabor a leña que me alimentaron.
Amo tus pechos mujer, ver cómo el sudor de tu cuello recorre los pezones que se endurecen a su contacto. Amo tus gemidos.
Mamá trabajaba en la caseta. Parada todo el día, sirviendo a los hombres que llegaban, le daban unos pesos y le pedían que los alimentara. Mamá se metía en la caseta y me dejaba sentado en las piernas de la Rosa.
Tus piernas mujer, se mueven bajo mi cuerpo, me repelen y me jalan, intentan escapar. Amo el juego de tu cuerpo.
Mamá decía que no llorara, que ella debía trabajar, que de lo contrario no llegaríamos a ninguna parte. Pero nunca nos movimos.
Tu cuerpo, mujer, tirado inmóvil sobre la grama. Un respiro cansado sale de tu pecho tras los sueños húmedos y violentos. Cerrás los ojos, querés dormir y yo no quiero. Quiero seguir hablando.
Mamá nunca me hablaba. Casi no recuerdo su voz ni sus palabras. Mamá gritaba. Todo el tiempo gritaba. Incluso antes de morir no dejó de decirme patojo malagradecido, andate, déjame sola.
Vos con tu latido débil, parece que querés lo mismo. Igual que ella querés que me aleje, que me vaya. Mujer. Mujer tenías que ser.
Hijo de puta me dijiste. Hijo de puta una y otra vez. Tuve que pegarte para que te callaras, igual que a ella. Ponerte la mano sobre la boca, para que no me la recordaras más. Hijo de puta.
Mamá me dijo, el día que la maté, igual que a vos, que ni hijo de puta merecía ser llamado.
Te voy a contar otras cosas de mamá, mujer, tal vez así entendés y un poquito llegás a quererme.


JRenato Buezo

Utopía

Si alguna vez pecó lo hizo por distracción. Frente a aquella pintura de metro y medio con ambas manos en los bolsillos, pensando que la niña de Utopía jugaba a ser el ángel que suscita sensaciones, escalofríos que le recorrían desde un punto cualquiera, y que más allá de la mirada se fugaban hasta convertirse en plumas y quetzales.

Simplista se soñó en la dualidad de ser lo que deseaba y no creía, y ser lo que realmente era. La dualidad del lugar y el tiempo, cuando vio asomar desde la orilla del río al ser que se repetía las veces justas en aquella pintura. «Cruzar el puente desde una realidad cualquiera a un futuro», pensó sobre la hamaca, con los pies en el suelo, y le pareció que ir de aquí a allá, era aventurarse donde existe otra cosa distinta a este lado, donde la boca enorme del Onírico lo esperaba con miel y arsénico, «oropimente, sensación de limón», dijo entre dientes mientras terminaba de tragar con el vaso, aún, sobre la boca. Volvió a verla recriminándose con un trago (mezcla de limón, sal y alcohol) que no había derecho, que no podía, y que tampoco debía introducirse a respiraciones profundas y agitadas la imagen suave, envuelta en la rugosidad imperceptible de los niños, mezclada con la sensualidad femenina que siempre quiso y que siempre fue incapaz de soñar. Esa era la peor de las dualidades, en la que quizá desembocaran, injustas, todas las anteriores.

Sorbió hasta el fondo el resto de limón, y al final del vaso lo grotesco del trago le golpeó en la garganta. Sabía que esa dualidad de mujer y niña no podía existir en su simple dimensión de sobreviviente, de enamorado de nada, que una vez pensó un poema cuando alguien le pedía prestado el libro del bosque chileno. Y pensó en que esa era la parte más linda de su poema. Pero esa parte no podía ser escrita, y así estaba pensando en la dualidad del poema que no encajaba en ningún lado. «Solo, aquí dentro, no sirve. Las palabras deben ser escritas», se dijo mientras los ojos, antes de óleo, lo miraban. Sintió que aquella mirada era la misma de la pintura: distraída, fuera del tiempo tendido sobre el arenal donde caminaban todas las personas. Fue el culpable de que ella se diera cuenta. Entonces lo vio con discreción, y lo vio dibujar sobre su cuerpo tendido en la hamaca el aroma de cortesana que ella se sintió en la piel. «Nada así puede ser por enredo», pensó mientras ella se alejaba descalza a un lugar cercano, y desde allá la escuchó hablar. El tiempo se convirtió en una travesura de vueltas y voces, de miradas ajenas, lejanas. Cerró los ojos entregándose a un silencio de estrellas donde podía sentirse, donde ella lo esperaba desnuda, alada, casi terminada en la tela de una estrella; donde el viento cálido y húmedo de un mar que allá lejos le parecía embravecido, iba robándose a sorbitos el pomo de óleo ralo que goteaba del pincel.

Edwin Enrique Soria Júarez

Fractal


Un Fractal es una figura cuya dimensión topológica es menor que su dimensión fractal.

A través de largos pasillos, examinando puertas. Cada una lo lleva a lugares disímiles. Ninguna lo seduce con una expresión de pertenencia.

La puerta abierta alimentaba la sensación de vacuidad perenne y crecía antagónicamente la idea de vivir un sueño. Decidió caminar y no abrir más puertas. Una de colores poco descriptibles, lo atrajo. Pescó la manija. Forcejeó para lograr halarla hacia sí. Ella despertó. Él pasó a ser más que una línea, pero menos que un área; acaso un tanto más que una secuencia de puntos, pero menos que una línea; y así, nunca más escapó de la geometría fractal de su naturaleza.

Vanessa Núñez Handal


Monotonía


Mi vista alcanza a ver sobre los edificios, unos revestidos de ladrillos, otros con baldosas de concreto… pero edificios al fin. Dentro hay gente, personas reunidas, unos trabajan, otros simplemente están esperando que llegue la hora de irse. Veo a través de una ventana a una pareja desnuda sobre un escritorio. No les doy importancia. Escenas como esas son habituales desde aquí arriba. Hace viento y la brisa enfría mi rostro. Puede que llueva. Abajo transitan los carros, con la prisa loca que solo da la ciudad. El semáforo los ha detenido. Creo que el alto dura unos treinta o treinta y dos segundos. Ahora siguen su marcha loca. A los peatones les cuesta mucho cruzarse la calle, deberían construir una pasarela. Creo haber leído en un periódico que construirían una a finales de este año… ¿A mí qué más me da? Pasa una ambulancia haciendo un ruido ensordecedor… seguramente lleva a alguien hacia el hospital. ¿Será una persona herida, con un infarto o quizás muerta? Los carros se apartan, más por costumbre que por consideración. Alcanzo a ver los rostros de indiferencia de los conductores y a la gente que por ahí camina: ya no se inmutan ante la desgracia ajena. Tampoco les importa mucho si es que la persona que va dentro ha muerto o no. Las ambulancias han perdido credibilidad. También las noticias se han encargado de insensibilizarnos ante cosas como estas. Creo que a las personas tampoco les interesa mucho si ellos mismos están vivos aún. Al menos en mi caso. Un pájaro se posa sobre la rama de un árbol plantado en la acera de enfrente. A él tampoco le importa lo que sucede abajo. Se hurga con el pico la cola. Se sacude. Me mira con extrañeza. Sigue su vuelo indiferente. A lo lejos ondea una bandera… una bandera extraña. Pero ondea tan bonito, igual que la bandera que está al centro del redondel que estaba por mi casa. Ese que me parecía tan grande y que hasta ahora realizo lo pequeño que era. Aquí las nubes son grises y el smog a penas permite ver el cielo. De donde yo vengo, las nubes son blancas y el cielo azul las hace verse suaves y livianas. ¿Y si esa bandera se desprende y cae sobre la acera? Tal vez así se rompería un poco el hastío de la pobre gente que transita ahí abajo. La punta de una estructura de hierro (que quizás “quiso” ser un remedo de la Torre Eiffel) asoma entre los edificios. Los carros pasan abajo, y ya nadie voltea a verla. Su base quedó manchada desde la última protesta de campesinos. Dejaron echa trisas la ciudad. De igual forma la torre se mantiene erguida, fingiendo ser útil al mundo. En la punta, una luz blanca se enciende y apaga rítmicamente. Posiblemente sea para indicar a los aviones que aterrizan en la cercanía, que no deben descender más que eso… No, un avión estrellado sería demasiado. Justo abajo, en la cuadra de al lado, hay una casa inmensa con un gran jardín abandonado. Nunca se ve gente. Solo un pequeño perro salchicha color negro que se pasea moviendo la cola por el jardín. Todas las mañanas lo veo. Sale a corriendo, bordea la piscina vacía y rajada de la vieja casa, orina y vuelve a entrar. Se le ve feliz. Dos vehículos han chocado en la Avenida. Los conductores se bajan histéricos de sus vehículos y comienzan a discutir. Desde aquí, he visto claramente que el conductor del vehículo rojo ha tenido la culpa. Se pasó el alto. Todos se pasan ese alto. Casi no se ve. Está oculto tras las ramas de un árbol inmenso. Deberían podarlo. Quizás llamen a la policía. Se ha formado una inmensa cola de carros. Les pasan pitando. De pronto ya no discuten. Se entregan unas tarjetitas. Cada uno se sube a su carro y siguen su camino. El nudo de vehículos se deshace. Lástima, tal vez si se hubieran agarrado a golpes… Veo mi reloj. Noto que ya es muy tarde. Casi son las cinco. Si no me apuro, voy a tener que posponer todo hasta mañana nuevamente porque la hora de salida es a las cinco y media. Además, si me doy prisa, tal vez alcance a aparecer mañana en el periódico. Y es que un suicidio siempre rompe con la monotonía…

Denise Phé Funchal


La lluvia que cae te lava, lava los recuerdos,
arrastra los cuerpos muertos.


La lluvia que cae,
se lava la memoria.
Por fin te fuiste por donde llegaste,
por fin dejaste mi cuerpo y te arrastraste.
La lluvia.
Cae.
Las pieles se deslizan bajo la ropa.

La lluvia cae y dejo de pensar en vos.

JRenato Buezo


Un intento de gota en la sequedad del olvido

Hoy he visto cartas azules

Dos se han convertido en agua

La lluvia me hace feliz y adentro de casa es una maravilla

Mi madre a sacado una palangana azul y las ollas privadas de peltre

Después de esto la pila sonrió

En su mundo de platos sucios

una sábana ensangrentada

un pueblo de cacerolas sumando agua

juntando gotas

es una bendición

Madre -ha dicho la niña que lava blandiendo una pluma azul-

Hoy has hecho una revolución

Tu pueblo se ha levantado contra el tedio de la cocina

Ella sonrió Ignorándolo todo

Sin atreverse a gritar que no.

Claudio López Ríos


Conozco su nombre

“No, lo conocías, pero se borró cuando dieron la orden de morder la tierra“. Ha cambiado todo por acá. Si no fuera porque sabemos que es la lluvia la que tiene roja la tierra diríamos que es la sangre. Sin duda estamos en paz. Nadie levanta la voz ni las manos. Andamos preguntando qué hacer para esto, qué hacer para aquello. Nos acomodamos bien fácil sin decir nada. Nos mandan de una oficina para otra mientras preguntamos ¿Aquí se borra el nombre del muerto? “Si te tengo pensando desde hace rato, ¿por qué no me acuerdo de tu nombre?”. A nuestra esperanza si al menos los encontráramos muertos para que cuenten su muerte y otras cosas. Allí con los fusiles que los mataron estaban enterrados los sin nombre. Ellos fueron primero a cavar la zanja de los fusiles. Se puede ver el futuro en los hoyos que quedan donde estaban los ojos. Si se sopla en la boca comenzarán a hablar sin descanso hasta que los matemos o les mostremos los fusiles. Hay algunos muy pequeños que no supieron su nombre pero había que borrarlo. ¿Es aquí donde se borra el nombre del muerto? Sí, ¿quién es su muerto? “Todavía y por última vez usarás su nombre”. Ellos nadaron para llegar a la superficie, pero no hicieron nada por salir vivos. Una fotografía nos ayudará a que él flote del fondo de la tierra al aire. No los llamamos por su nombre porque No sé si ya murió. Entonces espere que se muera. “Ay, se me olvida el olvido de tu recuerdo”. Esperaban que lo hubieran olvidado. Si lo aceptamos vemos que son sólo huesos sin nombre, pero nos cuesta creer que no podamos abrazarlos y llorar con sus nombres. Tal vez no sea la lluvia ni la sangre, sino nuestros ojos los que mantienen roja nuestra tierra. Rescatamos un recuerdo cada vez que borramos un nombre, somos el aire que entra en las oficinas y movemos los papeles. Si somos un pueblo fantasma persiguiendo muertos que nos dejen los vivos la carreta que no están usando. Si supieran que lo que pasa Es que Está desaparecido desde hace veinte años. No lo podemos enterrar con papeles. “No podré enterrarte enterito como te conocí”. vivimos rascando la tierra y confundiendo nuestros huesos vivos con los huesos de los muertos. Siempre nos dicen que no es aquí donde podemos encontrarlos. Ni la foto ni el idioma ni las huellas de sus dientes en aquella espalda. Traigo una prueba del tamaño de sus dientes que él está enterrado o encerrado en el cuartel. Alguien llegó a nuestra casa bien bolo. Somató las paredes pues no encontraba la puerta. Se quitó la camisa cuando nos vio y nos dio la espalda. Le amenazamos con un machete que se alejara. Le vimos en la espalda una cicatriz. Comenzó a hablar diciendo que esa cicatriz era una mordida de mi marido. Cuando habló lo reconocí: era mi hermano. Me dijo que no podía aguantar más. Sacó una pistola y se la puso en la cabeza. “No lo conocí hasta que dieron la orden de matarlo. Desde hace veinte años estoy pensando en borrar su nombre, pero ahora lo harás vos. Todavía y por última vez usarás su nombre. Ay, se me olvida el olvido de tu recuerdo. No podrás enterrarlo enterito como lo conociste, tampoco a mí. Arrancarás de mi espalda la cicatriz y la llevarás a un juez. Le dirás donde exactamente hay que rascar la tierra para encontrarlo, sacarán varios dientes de otros que matamos. Lleva mi espalda para que coincidan sus dientes con las huellas”.

Edwin Enrique Soria Júarez


Putare (Instrucciones para hacer un Bonsaí)

Antes de iniciar imagine la forma que desea lograr en el modelo a trabajar; si la imagen no es grotesca, usted está ante un buen potencial. En principio se ha de hacer conciencia al espécimen de la importancia que se encuentra en la minimización y la poda (excluir el término mutilación). Es recomendable que el ejemplar posea alto umbral de dolor.

Se ha de tomar como primera medida hacer torniquetes en las muñecas y en los tobillos. Puede iniciarse removiendo los dedos de la mano y posteriormente los del pié. Los cortes deberán efectuarse en la unión de las falanges con sumo cuidado.

Por ejemplo, para cortar entre la falange y la falangina, haga un nuevo torniquete en la falange y corte en la unión con la falangina. Recuerde que no es necesario dejar la misma cantidad de huesos en cada dedo, pueden hacerse combinaciones o dejarse el dedo completo; en cuyo caso, por razones de estética y atractivo deberá removerse la yema del mismo. Luego de la selección del nuevo tamaño del miembro y su respectiva poda, se debe cerrar la herida, de preferencia con suturas absorbibles (auto-disolventes), dentro de las cuales el Cat Gut Simple puede resultar suficiente (fibra trenzada natural, formada de la submucosa de los intestinos de ovejas o vacas, la traducción literal de “catgut” es “tripa de gato”). Posteriormente aplicar Violeta Genciana mezclada al dos por ciento con agua desmineralizada.

La poda debe de cada extremidad debe espaciarse mínimo setenta y dos horas para evitar desangrado del ejemplar; tiempo, en donde debe de mantenerse elevado el miembro aligerado.

Como última recomendación de preferencia no utilizar ejemplares que posean piel queloide o hipertrófica, ya que esto desmerece la belleza final del mismo. Forme nuevas imágenes y disfrute. No olvide que la diferencia entre podar y mutilar está en el arte.